Se ha documentado y la evidencia se encuentra en todas partes: México es el país del “mundo democrático”, más peligroso para el ejercicio del periodismo y la prensa libre. Desde esta perspectiva es sumamente relevante distinguir a las personas de los medios; y en esa misma lógica, distinguir a “voceras y voceros” de intereses económicos y empresariales, de quienes ejercen la tarea cotidiana de investigar, informar y dialogar con las audiencias.
El caso de Sergio Aguayo es el más emblemático en nuestros días. Un magistrado decidió revocar la decisión que había tomado un juez, de exonerarlo de la acusación que hiciera Humberto Moreira en su contra, por el supuesto delito de “daño moral”, y por el cual se exige un pago de 10 millones de pesos, lo cual ha llevado a la necesidad de que el investigador haya tenido que depositar en garantía 400 mil pesos, a fin de evitar que le sean embargados sus bienes para saldar la inmoral suma solicitada.
Debe subrayarse que lo inmoral de esa cantidad de dinero no se encuentra en el monto, sino en el hecho mismo de que la legislación mexicana tenga los resquicios suficientes, promovidos por una clase política corrupta, y además cínica, de piel hiper sensible a la crítica, y que se niega a comprender que todas sus acciones están bajo el escrutinio público.
Lo que no se ha comprendido en muchos espacios, es que la figura del “daño moral”, si es que eso pudiera existir, se configura en procesos difamatorios cuando no existe un solo elemento de juicio ni de evidencia empírica que sustente los dichos de alguien. Por ejemplo, si hoy decido utilizar los espacios de discusión pública para decir, sin prueba o elemento que permita razonablemente sostener un argumento, que alguien es tal o cual cosa, es evidente que habría un abuso en el ejercicio de la voz pública.
Dicho de esta manera, puede parecer que la línea entre la difamación y la suspicacia son muy delgadas; más aún si se piensa desde la lógica de la presunción de inocencia que está garantizada para todas y todos en la Constitución. Sin embargo, en este caso es pertinente recordar la idea de Baruch de Spinoza, quien sostenía que el bien y el mal son de suyo evidentes.
Pensando por analogía, cabe decir que la difamación y el daño moral serían, en todo caso, de suyo evidentes, pues es igualmente evidente que los únicos que interponen demandas por daño moral son quienes públicamente están señalados por probables actos de corrupción, ineficacia gubernamental, tráfico de influencias y abuso de poder.
En fechas recientes, en el estado de Guanajuato acaba de dictarse igualmente una sentencia, mediante la cual se absuelve al periodista Arnoldo Cuéllar y al abogado y activista Roberto Saucedo, quienes habían sido demandados por daño moral por una persona de nombre Jorge Medrano, propietario de medios de comunicación locales, a los cuales les han sido asignadas cantidades millonarias de dinero público vía la contratación de espacios publicitarios y, al mismo tiempo, otorgando a sus familiares espacios en distintos cargos de la administración pública municipal, al grado que, incluso la Auditoría Superior del Estado, dictaminó la existencia de conflictos de intereses y daño al erario público.
El sujeto de marras exigía a cada uno de los acusados 12 millones de pesos, además de 850 mil pesos para cada uno de los integrantes de su familia. La jueza del caso determinó improcedente esta denuncia, anteponiendo el derecho de libertad de expresión, a la protección del absurdo conceptual que implica la categoría de daño moral en estos casos.
La probidad ética de las personas se labra con años de esfuerzo, compromiso y congruencia de actuación pública; su mala fama, también. Es cierto que hoy las redes sociales pueden generar linchamientos injustificados, pero una trayectoria intachable seguirá siéndolo, a pesar de todo.
No debemos permitir que nuestra democracia se debilite aún más, permitiendo la pervivencia de legislaciones que apuestan por la censura y la intimidación. No debemos permitir que la infamia triunfe.
@saularellano Investigador del PUED-UNAM
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