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La cotidiana presencia de la maldad

Baruch Spinoza sostenía que el bien y el mal son de suyo evidentes; sobre todo el segundo. Ante los relativismos morales contemporáneos, la visión de Spinoza, así como las de otras y otros es urgente, sobre todo porque las ideas del “todo se vale” no se presentan en un espacio vacío, sino que perviven en un mundo donde la cotidiana presencia de la maldad es palpable.

Escrito por: Saúl Arellano

Hay que ser enfáticos, no se trata de apostar por pretensiones totalizantes o absolutistas en la moral. Se trata antes bien, como en las éticas del discurso de Apel o Habermas, encontrar los asideros básicos de una conducta racional y razonable, donde sea la razón dialógica la que nos permita entendernos y, como decía el poeta Hölderlin, escuchar unos de otros.

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¿Es posible aceptar que todo es válido? Si lo sostenemos así, no hay nada que reclamar a un asesino serial; tampoco a un criminal que descuartiza a seres humanos, los disuelve en ácido o los condena al silencio total del olvido, enterrándolos en fosas clandestinas.

Estamos ante el reto mayor de encontrar nuevos referentes éticos para una época extraviada; en la que resuenan con cada vez más fuerza los estruendos de las bombas; y donde el asesinato y la violencia se esparce por amplios territorios, como los masacrados pueblos de Latinoamérica que sigue siendo, según los datos de que disponemos, la región más violenta del orbe.

En México, todos los días, absolutamente todos, son asesinadas al menos tres mujeres de las maneras más crueles, e igualmente, de forma diaria, otras siete son asesinadas de manera intencional: en la mayoría de los casos, por disparo de arma de fuego o mediante el uso de las llamadas armas blancas. Asimismo, de forma cotidiana, son asesinados cuatro niñas, niños y adolescentes, la mayoría de ellos en sus propias casas.

Lo anterior justifica a afirmar que nuestra civilización presenta cada vez más rasgos crepusculares; el ocaso se percibe, pero con un horizonte que no augura necesariamente cosas mejores. Justo ahora, cuando la amenaza de la III Guerra Mundial está ante nuestras puertas, las consecuencias y costos que habremos de pagar por la locura de la violencia serán imborrables en la memoria de nuestra atrofiada humanidad.

Es evidente que la pandemia nos ha enseñado poco. E igualmente evidente es que la ide de las y los más poderosos es avanzar no hacia una recuperación, sino a lo que bien podría concebirse como la definitiva ratificación de la marcha de los locos que se venía siguiendo desde hace siglos y que encamina a nuestra especie hacia la posibilidad real de la extinción.

Se haba en casi todos los foros de la construcción de procesos de “recuperación económica”; como si lo que teníamos en 2019 fuese loable y digno de ser defendido como parte de un proceso civilizatorio de altos vuelos.

Lo que tenemos es la decadencia, de Oriente y Occidente: el primero, atrapado en el fanatismo de Estados teológicos, o el excepcional crudo caso del autoritarismo de China; y los países occidentalizados (incluidos varios orientales), perdidos en procesos de radicalización de formas patológicas de racionalidad, que devienen en las ya mencionadas formas atroces de aparición cotidiana de la maldad.

En medio de todo esto, en nuestro México lo que tenemos es el extravío: está patente en todo momento la primacía de una lógica de pensamiento único, en un sistema político que se dirige hacia una acelerada putrefacción de las estructuras partidistas tradicionales.

Mientras en numerosos espacios se mantienen esfuerzos por mantener intactas las curvas del desarrollo, lo que tenemos enfrente es una realidad que revienta en pedazos la existencia de miles de millones que enfrentan el hambre; o que están próximos a enfrentarla debido a las malas horas que se avecinan, aun cuando terminase pronto la aventura sanguinaria que está en marcha en el corazón de Europa.

La cotidiana presencia de la maldad nos acecha; porque como hace varias décadas, el mal se ha banalizado; ya que se institucionalizan las formas más sutiles y eficaces del control y el poder; porque se perpetúan las lógicas de extracción y concentración de la riqueza, y porque se deja a miles de millones en la cruel indigencia.

Frente a ello, los discursos oficiales, en el ámbito internacional y nacional se repiten: “alegrémonos”, nos dicen: “cualquier pobre contemporáneo vive mejor que las “clases medias de hace 300 años”.

Así de ridícula la defensa de un régimen global de opresión, en el que las personas no están siquiera en segundo plano: la mayoría somos irrelevantes para el conjunto del poder global; y la mayoría somos prescindibles, más ahora que amenaza una posible nueva y furiosa lógica inflacionaria de alcance planetario.

Puede pensarse que las formas extremas y perversas de la maldad no son, en todo este escenario, condiciones anómalas o “fenómenos paralelos o accesorios”; cada vez más, parece confirmarse que son elementos constitutivos de su lógica interna; que lo que conocemos como el ejercicio del mal radical es inseparable de los procesos económicos y del poder, del político, y del que se ejerce en todos y cada uno de los intersticios de la vida pública y privada.

La cuestión es clara: o cambiamos radicalmente, o pronto estaremos, quizá sin posibilidades de salvación, ante el abismo del hambre, de la pobreza, del abismo climático; y debe insistirse, de la posibilidad de la extinción de la vida como la conocemos.

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