Es tan fuerte el presidencialismo mexicano, que suele olvidarse que en realidad somos una República que tiene, orgánicamente hablando tres Poderes. Ejecutivo, Legislativo y Judicial; los tres son Poderes de la Unión, y los tres debe ser equilibrios y contrapesos democráticos, unos de otros.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
El Legislativo tiene dos Cámaras: la de Senadores (que representa al pacto federal desde una perspectiva territorial), y la Cámara de Diputados, la cual se integra por diputadas y diputados que, de acuerdo con la Carta Magna, son nada menos que representantes de la Nación.
Es cierto que las y los legisladores son nominados por partidos políticos que representan y proponen ideología y programa político. Pero estos no pueden darse sino en el marco de los mandatos constitucionales vigentes, y los que se crean a partir de su acción legisladora.
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Es tal la relevancia del Congreso, que de ahí proviene todo el derecho positivo que regula a la vida pública; y todas las disposiciones que posibilitan, o no, el desarrollo económico y social del país.
No es cierto entonces que los y las diputadas representen a sus partidos o a sus distritos. Su mandato es mucho mayor porque tienen la enorme responsabilidad de hablar en nombre de la nación mexicana. Es ahí, en el recinto legislativo, donde el pueblo organizado en una asamblea democráticamente elegida, toma las decisiones que, por principio, deberían ser de beneficio colectivo y perseguir siempre el interés general.
México no tiene, hay que decirlo, una sólida tradición parlamentaria. Durante décadas, la Cámara de Diputados, en los momentos más férreos del presidencialismo del siglo XX, funcionaba como una especie de “oficialía de partes” del Ejecutivo Federal; imagen que de manera preocupante pareciera estarse reproduciendo ahora que hay una importante mayoría del bloque gobernante.
Debe decirse también que el Legislativo ha tenido momentos muy relevantes: desde el ejemplar y heroico posicionamiento de Belisario Domínguez a inicios del siglo pasado; hasta hechos recientes de enorme importancia, como el reconocimiento de la nación mexicana como nación pluriétnica y pluricultural; como la prohibición de la discriminación; o la enorme reforma en materia de derechos humanos del 2011, así como la reforma al 4º constitucional en materia del principio del interés superior de la niñez.
Pero estos ejemplos constituyen la excepción; porque si de algo ha adolecido el Congreso mexicano es de capacidad para actuar como una escuela de debate para el país. Los jaloneos, gritos, injurias y hasta golpes, han sido parte de la realidad legislativa de las últimas cuatro décadas, sin que se haya logrado avanzar hacia una dinámica de debate parlamentario que se constituya al mismo tiempo en una pedagogía democrática para la ciudadanía.
En el Congreso, se confunde la contundencia de la argumentación, con la estridencia del adjetivo degradante y ofensivo; la firmeza de las posiciones políticas, con fundamentalismos que prefieren la tremenda acusación de “traición a la patria” a la convicción de reconocer al pluralismo democrático como norma y regla de vida política.
En nuestro congreso pesa siempre más la regla del número, que la del mejor argumento como norma para la toma de decisiones. Priva antes bien, la dinámica del todo o nada, la lógica de los vencedores y vencidos; cuyo resultado es siempre la derrota de la inteligencia y de la democracia como forma integral de vida.
El debate sustantivo siempre puede esperar en el reloj parlamentario; y en ello se va la posibilidad de que millones de personas puedan salir de la pobreza, tener mejor educación, servicios dignos de salud, medio ambiente sano, empleo y salario digno, vivienda decorosa, y una inmensa lista de pendientes y rezagos estructurales que no se atienden, porque la agenda que importa es la del líder político o el grupo dominante en el Ejecutivo.
Nos urge una auténtica renovación de nuestras prácticas parlamentarias. Porque lo que tenemos impide la generación de consensos; el diálogo público de altura, y convicción permanente de cumplir y hacer cumplir la Constitución; nada menos que eso debe ser ya aceptable.
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