En 2018 corremos el riesgo de que el país entre a una especie de “semiparálisis” gubernamental. Habrá en juego más de dos mil cargos de representación popular, con lo que ello implica en términos de “licencias al cargo” de quienes hoy ocupan diversas posiciones, y buscarán otras, amén de quienes intentarán la reelección y habrá candidatos prácticamente en funciones
Se elegirá al Presidente de la República y habrán de elegirse a los 128 senadores y a los 500 diputados que integran el Congreso de la Unión. Asimismo, habrá elección de gobernador en nueve entidades; y elecciones de distintos tipos en 30 de las 32 entidades del país. Este proceso, que habrá de ser el más extenso en la historia del país, a decir del Instituto Nacional Electoral, pondrá a prueba no sólo a las instituciones federales, sino también a las locales, pues los relevos en cargos ejecutivos, pero también de los gabinetes estatales y municipales, imponen una lógica bastante irregular en la administración pública.
Todo ello, en medio de un clima de violencia sin precedentes como el que vivimos en este año 2017, y que amenaza con complejizarse aún más, pues la violencia política podría emerger de nuevo. El escenario en ese sentido es preocupante: violencia política y violencia criminal, en un país marcado por la pobreza, la desigualdad y la marginación, representan un “caldo de cultivo” de un proceso de deterioro democrático cuyas últimas consecuencias es mejor no conocer.
Los datos que dio a conocer el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), relativos a que en el 75% de los municipios el 50% o más de la población es pobre y que en más del 85% más del 80% de sus poblaciones son pobres o vulnerables, permiten sostener que lo crucial para el gobierno federal, hoy más que nunca, es garantizar que no se romperá el orden institucional.
No debe dejarse de lado la realidad de que en 2017 tuvimos la inflación más alta de los últimos 15 años, que a pesar de que se ha logrado un récord en materia de generación de empleos, el ingreso laboral per cápita sigue en niveles por debajo de los registrados en 2007, y que hay más de 13 millones de personas trabajando en la informalidad, así como alrededor del 55% de la población ocupada en condiciones de informalidad laboral.
Desde esta perspectiva, asumiendo optimista que todo saldrá bien, y que se tendrá una elección ordenada y sin incidentes, entraremos a partir del mes de julio a esta especie de “zona gris” en la cual se tienen dos espacios centrales de negociación política: el Presidente en funciones, y el Presidente electo, el cual, durante un largo plazo de cinco meses ni puede tomar decisiones de gobierno, pero tampoco sin él pueden tomarse determinaciones fundamentales de cara al cierre de la administración.
Debe tenerse claro que las personas en pobreza, que viven en contextos de marginación y segregación, no pueden ser dejadas al margen y mucho menos pueden seguir siendo asumidas como botín político y como mercado fértil para la compra de votos y voluntades.
Lo que no debe ocurrir, como ha pasado ya en otros procesos electorales, es que entremos a un periodo de incertidumbre, en el cual “medio funcionan” los servicios públicos; “medio operan” los programas sociales y en el que “medio se cumple” la Ley.
En el 2018 no puede repetirse un escenario en el que se pida a los pobres esperar una vez más, “en lo que se reactiva la actividad gubernamental”. Debe mantenerse un gobierno activo, pero al margen del proceso electoral y esto debe garantizarse en todos los órdenes de gobierno. Hacerlo así es un imperativo ético, lo demás, nos conducirá inevitablemente a profundizar el déficit institucional que hoy priva, con la funesta consecuencia del debilitamiento de nuestra incipiente democracia.
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