La dolorosa imagen del Metro de la Ciudad de México, fracturado y con 25 personas fallecidas y más de otras 70 heridas, esta tragedia ha sido motivo de discusión nacional en sus diferentes aristas: desde la posible negligencia en el manejo específico de la política de transporte público en las ciudades, durante las últimas décadas, hasta la propia dinámica de desarrollo urbano en todo el país.
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Somos un país donde una tragedia se acumula sobre otra; pero lo más preocupante y que debe detenerse con celeridad, es que esas tragedias comienzan a ser cotidianas: a los cientos de miles de muertos provocados por el manejo de la pandemia, se suman otros cientos de miles causados por un sistema de salud desbordado en sus capacidades.
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A ellos se suman las víctimas de la desaparición forzada, los homicidios y los feminicidios, cuya magnitud y presencia diaria en el escenario nacional, sigue enlutando a cuando menos 100 familias cada día; una cifra que no disminuye de manera relevante desde el 2019.
Las consecuencias de las estrategias seguidas para paliar los efectos económicos ante las medidas preventivas de confinamiento forzado por la pandemia, están a la vista: puede afirmarse que hay al menos 60 millones de personas en la pobreza; que quienes perdieron sus empleos, y han logrado recuperar algún puesto de trabajo, ahora lo tienen con menos salario y menores prestaciones; más de un millón de negocios cerraron definitivamente sus puertas, y hay un nuevo incremento en el número de personas que buscan emigrar hacia los Estados Unidos de América.
Frente a la inéditamente compleja realidad nacional, la reacción del titular del Ejecutivo Federal no deja de ser sorprendente, porque una cosa es su estrategia de disciplina de discurso, y otra muy diferente que ante la realidad nacional y los urgentes problemas que nos impone a todos, el Presidente actúe como si viviese en otro país y coloque en segundo plano lo que de suyo demanda su atención prioritaria.
Más desconcertante aún es su respuesta al cuestionamiento de por qué no ha visitado a los deudos de las personas fallecidas en la tragedia de Tláhuac: “esto no es de irse a tomar fotos, eso también ya al carajo”. Lo sorprendente de esta afirmación es la idea que tiene el presidente de su presencia pública, más aún cuando ha apelado una y otra vez a la ejemplaridad moral de la acción individual y a la cercanía con las personas.
Desde luego que nadie quiere que un Jefe de Estado acuda a una tragedia a “tomarse fotos”, sino a estar al frente de la atención de las víctimas y de que el trato a los deudos se dé garantizando la dignidad humana que mandata nuestra Constitución.
Igualmente preocupante es que, en el fondo, estamos ante un Jefe del Estado enojado; cuestión paradójica porque justo al inicio de su mandato llamaba a sus opositores “a serenarse”. Hoy la urgencia es que sea él mismo quien debe hacer una pausa y evaluar críticamente qué es lo que realmente está haciendo bien, pero, sobre todo, qué es lo que está fallando en su administración.
Un presidente enojado, en un régimen presidencialista como el nuestro, es una mala noticia para todas y todos; más aún en el caso del presidente que ha logrado concentrar la mayor cantidad de poder en torno a su persona en los últimos treinta años. En la medida en que todo pasa por la aprobación o censura del presidente, todo se magnifica en alcance y consecuencias; y por ello es más que necesaria la prudencia política, la mirada mesurada, la autocontención y el replanteamiento de varias prioridades, estrategias y metas.
Hay quienes afirman que el presidente debe atender el caso de la tragedia de Tláhuac, midiendo el evento en términos de consecuencias políticas; sin embargo, lo que debería plantearse es cómo avanzar hacia un país capaz de erradicar de su territorio a la muerte evitable; esa que por la corrupción e incapacidad en el ejercicio del cargo nos ha costado más de un millón de decesos en los últimos cuatro años.
Cada que, en medio de crisis y coyunturas como la presente, el jefe del Estado desperdicia el escaso tiempo que tiene en disputas estériles, se reduce también su margen de maniobra para sacar adelante al país. Pues en efecto, los márgenes de la economía son estrechos; la violencia no cede; la pobreza se expande; las desigualdades se profundizan; y el encono y la furia se encienden cada vez más, con un fuego cuyo soplo inflamante proviene sobre todo del Palacio Nacional.
México no puede ser pensado como un botín que se reparte cada seis años, y en el que solo caben las facciones o los segmentos de población que respaldan al grupo ganador de las elecciones. No es un territorio, ni mucho menos una idea o un proyecto que pueda reescribirse en cada proceso electoral, sino la síntesis de una historia que debe orientarse y conducirse hacia un país de cada vez más justicia y dignidad para las víctimas.
Por ello también sorprenden las posturas antitéticas del presidente, pues solo a una semana de haber acudido al territorio maya a ofrecer disculpas por el mal trato y olvido del Estado mexicano, el presidente reniegue de la posibilidad de ofrecer certidumbre, empatía y cercanía a 25 familias que perdieron a familiares en un servicio otorgado por el gobierno.
La tragedia del Metro ha mostrado a un presidente que se dice incomprendido; poco valorado en su compromiso y acciones; pero esto, una vez más, lo coloca como una autoridad que asume una posición patrimonialista del poder; pero no como un Ejecutivo que quiera robustecer a la institucionalidad del Estado mexicano y que esté dispuesto a avanzar hacia la plena democratización de la presidencia.
Del otro lado, el dolor y el malestar han aflorado como pocas veces: familias que tuvieron que pasar horas de angustia, desesperación y hasta trato indigno de una autoridad desbordada y que no pudo dar siquiera información precisa de dónde estaban las personas rescatadas de la trampa mortal en que se convirtió el transporte que usaban a diario para llegar a sus trabajos y hogares.
El dolor es múltiple, porque pareciera que para los pobres habrá siempre los peores servicios; los peores tratos; los peores niveles de vida; las peores condiciones y las más duras pruebas de tenacidad y resistencia.
Eso no puede estar en la base de un país justo e incluyente; generoso con todas y todos sus habitantes. Por ello urge un presidente mesurado y también capaz de verse en el espejo; capaz de comprender que la realidad es siempre subversiva; y que su obligación no está en aferrarse a una idea preconcebida del gobierno y de lo público, sino en cumplir estrictamente con lo que dice la Constitución. Nada menos que eso.
Investigador del PUED-UNAM
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