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La tragedia migratoria

En la modernidad, alerta Koselleck, los conceptos políticos y sociales se convirtieron claramente en instrumentos de control del poder. Por eso, la ideologización de los adversarios corresponde, desde el surgimiento de la modernidad como conciencia de época, al control político del lenguaje.

Puedes seguir al autor Mario Luis Fuentes en Twitter  @MarioLFuentes1

Visto desde esa perspectiva, hay dos fenómenos de nuestros días que llaman poderosamente la atención: el primero, los intentos por “desideologizar” al menos en apariencia, el lenguaje con el que se habla de los procesos migratorios; en ello, hay un evidente giro hacia una conceptualización cada vez “más objetiva”, “más astringente”, más aséptica.

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El segundo, es precisamente la cada vez mayor ideologización de las poblaciones migrantes, pues se les considera, desde el discurso del poder, como las nuevas amenazas al Estado, a las posibilidades de bienestar y desarrollo, al orden y al progreso de las sociedades a las que buscan llegar. En ese sentido, sólo por citar nuestro ejemplo más cercano, debe siempre subrayarse las ofensivas e hirientes palabras del expresidente norteamericano, Donald Trump, respecto de las y los migrantes mexicanos.

Las imágenes de las que la sociedad internacional ha sido testigo en los últimos años son más que trágicas. Aylan Kurdi en las costas del Mediterráneo y Valeria Martínez, en las orillas del Río Bravo, son los cuadros vivos de la vergüenza planetaria ante los expulsados de sus tierras, los pobres o perseguidos trasterrados, que no tienen ninguna posibilidad de vida digna ni en sus países de origen, y en muy difíciles circunstancias en los países a los que llegan.

En México, la emigración hacia los Estados Unidos de América ha sido la única válvula de escape posible para millones. Y es gracias a ello, que en momentos como la tremenda crisis por la que atravesamos, han evitado el hundimiento de la economía popular gracias a los envíos, en niveles récord, de remesas familiares. Pero no debemos engañarnos, cada dólar, cada billete verde que reciben esas familias, está marcado por el fracaso del curso de desarrollo de un país que no se decide a construir nuevos pactos a favor de la dignidad humana.

El desarrollo, así visto, no puede significar otra cosa sino la posibilidad efectiva y material de vivir como se quiere vivir. Y eso es lo que nunca, en ningún periodo de nuestra historia hemos tenido en México: una nación con la capacidad de ser incluyente de todas y todos, a pesar de las gigantescas cantidades de riqueza que se han generado a lo largo de los siglos y que continúa generándose en nuestros días.

Por ello es inaceptable lo que está ocurriendo respecto de las personas migrantes que vienen de Centro América o de El Caribe, particularmente de Haití, uno de los territorios más pobres y violentos del planeta, que enfrenta de manera casi permanente, los estragos de una herencia y un presente que no termina de transitar hacia una nueva era de bienestar para su gente.

Siempre que se habla de cualquier tema social, debe recordarse y subrayarse lo que establece el Artículo 1º de nuestra Constitución: “En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección…”

El subrayado obedece al hecho de que, en ningún momento nuestra Carta Magna exige la nacionalidad mexicana para que a cualquier persona le sean reconocidos sus derechos humanos; es decir, aún las personas en situación migratoria irregular -nótese lo aséptico del término- deberían tener garantizados los derechos a la salud, la alimentación, el agua limpia, etc.

Desde esta óptica, el Estado mexicano está obligado, ante las nuevas características de los flujos migratorios de personas que se dirigen a los Estados Unidos de América, reconocer que la infraestructura social de que disponemos es insuficiente y de hecho se encuentra desbordada ante los nuevos retos y dilemas que enfrentamos.

Estamos ante una política migratoria que fue diseñada para otro país, para otra realidad internacional, y respecto de la cual, uno de sus puntos de quiebre más evidentes, se encuentra por ejemplo en la figura de las “estaciones migratorias”, las cuales funcionaron durante años, más como espacios de detención e incluso “reclusión temporal”, antes que lugares dignos de acogida y protección de la integridad física y la vida de las personas.

Pedir a las y los migrantes que no pasen por México, porque no puede garantizárseles seguridad -como se vio claramente en el reciente secuestro masivo de personas de nacionalidad haitiana-, representa una de las peores claudicaciones recientes del Estado, pues el mensaje no es otro, sino que las autoridades nacionales y locales no cuentan con las capacidades para garantizar ni lo mínimo a quienes se encuentran en el territorio nacional, y eso incluye a nacionales y extranjeros.

Los testimonios que existen en los municipios de mayor tránsito migratorio, pero también de “acogida y espera” de la solución de sus solicitudes de asilo en los Estados Unidos de América, tenían desde antes de la nueva ola migratoria severos problemas de infraestructura social; lo cual se ha agravado con la llegada de miles de personas a sus demarcaciones territoriales, en las que se carece de prácticamente lo indispensable para una vida digna, en seguridad y con garantías para la integridad y libertad de las personas.

La trata de personas, la explotación sexual comercial, el abuso y la violencia, comienzan a estar cada vez más presentes en municipios como Tapachula y Tenosique en la frontera sur; y en Tijuana, Juárez, Piedras Negras y otros municipios de la Frontera Norte. Se trata de una realidad tan grotesca como inaceptable, y ante la cual, las autoridades que están llegando a los gobiernos municipales e incluso estatales, poco tienen para responder con eficacia y sobre todo, para el cumplimiento irrestricto del Artículo 1º de la Constitución.

Transformar todo lo anterior requiere modificar las estructuras del poder que nos han llevado a la renuncia de diseñar y poner en operación un curso de desarrollo para la dignidad humana. Uno que, independientemente de la nacionalidad de origen, le dé certidumbre a todo ser humano, que será tratado como tal, en todo momento y en cualquier circunstancia.

La tragedia migratoria que enfrentamos se acentúa, sin duda alguna, ante la realidad de que muchos de los territorios a los que están llegando las personas migrantes, y por los que transitan, están marcados igual que ellas y ellos, por la pobreza, las desigualdades y las violencias; y que este encuentro de tragedias, debe llamar a una nueva reflexión, que asuma la magnitud de la urgencia con la que todas las autoridades deberían estar, desde ya, actuando para generar nuevas soluciones.

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Investigador del PUED-UNAM

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