El tiempo se agota para la presente administración, y las pretendidas grandes transformaciones que se prometieron durante la campaña electoral de 2018 parecen diluirse cada vez de forma más acelerada. Todos los gobiernos, rumbo a su cierre, buscan acreditar mediante indicadores seleccionados, que han hecho y logrado lo que nunca antes se había conseguido. Sin embargo, en realidad tomará tiempo para valorar si efectivamente la transformación se hecho en este gobierno y tuvo la profundidad y el calado que hoy el presidente, su equipo y sus seguidores aducen que se ha logrado.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Mientras tanto, el Ejecutivo se niega permanentemente a la autocrítica, y rechaza de tajo cualquier señalamiento. En días recientes, en una de sus conferencias matutinas, el presidente de la República afirmó que en ocasiones se encuentra con personas quienes le manifiestan que coinciden en la necesidad de cambiar al país, pero no así en los métodos y estrategias. A ellos, sostiene el mandatario, les responde “que sigan su camino y que les vaya bien”.
En política, como en prácticamente todos los ámbitos de la vida humana, aplica sin embargo la idea del filósofo Nietzsche: “las convicciones son prisiones”. Y es que el presidente de la República, lamentablemente, solo tiene eso, convicciones, es decir, pretensiones de verdad absoluta. Y lo que en una campaña política puede ser visto como una virtud sobre lo inquebrantable del carácter de las personas, en el ejercicio del gobierno una actitud así resulta contraria a las más elementales formas de la democracia.
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Se ha dicho que el presidente se niega a dialogar con sus opositores; y él mismo lo ha reafirmado. Pero hay algo peor y es lo mencionado arriba: el presidente no está dispuesto, ya no se diga a someter sus argumentos al escrutinio público, sino que está negado a escuchar todo aquello que no sea coincidente con su visión y con el conjunto de posturas que tiene sobre la realidad.
Un ejemplo de ello lo tuvimos igualmente en días recientes, cuando el presidente hizo público que tres de sus principales asesores en el equipo de transición y luego secretarios de Estado, le sugirieron mantener la construcción del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México en Texcoco; pero su respuesta fue: “que el pueblo decida”.
Esa es una de las principales convicciones del presidente: “que el pueblo no se equivoca”; pero su principal error es pensar en abstracto en una entidad a la que puede llamársele “pueblo”, lo cual supondría unidad de visión, o sea, pensamiento único, la imposibilidad de la crítica y sobre todo, una férrea lógica de confirmación permanente de los prejuicios, que se traduce en el hecho de que sólo se está dispuesto a recibir información que confirma lo que creemos.
De manera peligrosa, el presidente ha arreciado su crítica al Poder Judicial, y particularmente a la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La acusa de, en unas cuantas semanas, haber orquestado toda una estrategia de liberación de pretendidos (que no presuntos) malhechores, quienes, a ojos del presidente, deben quedarse a pasar la vida en la cárcel. A partir de ello, recomienda una nueva reforma, pero que habría de implementar su sucesor o sucesora.
Lo insensato del discurso presidencial es creer firmemente que las reformas políticas que requiere el país pueden construirse o iniciarse a partir de duros golpes discursivos en las llamadas “conferencias mañaneras”; las cuales, se acreditó desde hace mucho, nada tienen qué ver con la “circularidad de la comunicación” ni mucho menos con un ejercicio de rendición de cuentas.
Para el país comienza a ser trágico el hecho de que enfrente el presidente no tiene voces lo suficientemente poderosas, en términos de presencia pública, que lo confronten con eficacia. Porque también es cierto que los partidos de oposición no tienen en este momento la capacidad de convocar a nadie con la suficiente autoridad moral a que acompañen sus propuestas o críticas.
En eso se equivocan también los medios de comunicación con mayor presencia en el país, al no haber llevado a cabo el enriquecimiento de sus barras de opinión, programas y espacios de análisis, incorporando a nuevas voces, más allá de las conveniencias políticas de la coyuntura. Los medios, en ese sentido, tienen aún una enorme ventana de oportunidad de potenciar su capacidad de incidir en la democracia a fin de salvaguardarla de los abusos del poder, pero también de la simulación y la frivolidad de quienes deberían confrontar a los malos gobiernos, en todos sus niveles.
Ahí también se tiene un problema de escucha; pues hasta ahora no se ha logrado revertir la percepción general de que la mayoría de los medios de comunicación sólo sirven a sus intereses, y no a los de la ciudadanía; por eso el presidente domina la opinión pública; por eso es capaz de imponer permanentemente la agenda; y por eso puede dar giros inmediatos a conversaciones que comienzan a cobrar fuerza, pero que son diluidas de inmediato con el poderío de la propaganda gubernamental.
Estamos ante un difícil escenario donde se piensa mayoritariamente que el diálogo democrático consiste necesariamente en derrotar a los adversarios; que el debate público debe orientarse a desacreditar a los otros y a descubrir y evidenciar las corruptelas ajenas, tratando de ocultar todo el tiempo las propias… hasta que son descubiertas.
México requiere de otra forma de escucha; la de la mente abierta a la diferencia; la de la inteligencia que sabe nutrirse de quienes miran al mundo con otros ojos; y de la voluntad de construir, con generosidad, un país libre de personas libres; donde el bienestar pueda ser una realidad palpable y donde la disputa por el poder sea tan civilizada, que convoque cotidianamente a todas y todos los ciudadanos a participar de la buena política: la que permite edificar proyectos presentes y futuros de vida, y donde todas las visiones del mundo sean posibles.
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Investigador del PUED-UNAM
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