El domingo pasado arrancó la COP27 en Sharm el-Sheikh, Egipto. Antonio Gueterres, Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, ha dejado claro en diversos puntos del encuentro que los países ricos deben firmar un “pacto histórico” con los pobres sobre su compromiso respecto a los retos que presenta la transición energética y el cambio climático, o afirmó “estaremos condenados”, ya que se está generando un abismo cada vez más profundo entre el mundo desarrollado y el mundo en desarrollo consecuencia de este gran reto común.
Escrito por: Blanca Elena Gómez
En la narrativa presente durante la COP27, el mensaje sostiene que las naciones desarrolladas no han logrado reducir las emisiones de gases de efecto invernadero lo suficientemente rápido y, además, que no han proporcionado el dinero necesario para que las naciones pobres puedan hacer frente a los retos que el cambio climático ha traído consigo. En ese sentido, se ha evidenciado la existencia de una profunda desigualdad climática donde son los pobres, quienes soportan la peor parte de los impactos del incremento de la temperatura mundial.
Derivado de lo anterior, la narrativa sostiene que se debe trabajar en beneficio de las personas y el planeta, sin embargo, dedico las siguientes líneas a reflexionar en torno a qué tanto esto será posible, es decir, en qué medida los compromisos pasarán de la narrativa a la realidad.
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En primer lugar, hay que tomar en cuenta que la COP27 se lleva a cabo en medio de las peores tensiones geopolíticas que hemos observado en recientes años, por una parte, consecuencia de la guerra de Ucrania, la cual, además ha encendido un movimiento global donde Estados Unidos y los países europeos están tomando medidas para aumentar la producción de petróleo y gas y, de esta forma, contrarrestar las prohibiciones a la energía rusa, y por otra parte, consecuencia de una crisis global producto de una alta inflación que ha elevado sustancialmente el costo de vida y ha propiciado una profundización del pesimismo económico derivado de la lenta recuperación después de la crisis de COVID19, si es que podemos decir que ya ha terminado.
En segundo lugar, el consumo de energía fósil no ha mostrado variaciones, aunque se ha enfatizado la necesidad de una transición energética, los números evidencian que estamos lejos de lograrla. Según el reporte BP Statistical Review of World Energy 2022, la demanda de energía y las emisiones de gases de efecto invernadero se recuperaron a los niveles de 2019, revirtiendo su reducción temporal en 2020 como resultado de la pandemia de COVID-19. La demanda de energía primaria aumentó un 5,8% en 2021, superando los niveles de 2019 en un 1,3%, si bien es cierto que el consumo de energía renovable aumentó en más de 8% entre 2019 y 2022, el consumo de combustibles fósiles se mantuvo prácticamente sin cambios a nivel mundial, ya que los combustibles fósiles representaron el 82% del uso de energía primaria el año pasado, tan solo un punto porcentual por debajo del 83 % en 2019 y el 85%.
Por su parte, las emisiones de dióxido de carbono relacionadas con el uso de energía, los procesos industriales, la quema y el metano aumentaron un 5.7% en 2021. Según dados de estatista, en lo que va de 2021, Estados Unidos sigue siendo el país que más petróleo consume en el mundo con 18.6 mil barriles de crudo por día, seguido de China con un consumo de 15.4 mil barriles por día, lo anterior está relacionado con las tendencias de crecimiento económico de ambos países, es decir, a mayor crecimiento económico, mayor necesidad y uso de energía. Si bien, China sigue siendo el principal impulsor del uso de energía solar y eólica el año pasado, generando alrededor del 36% y el 40% de las adiciones de capacidad global, respectivamente, esto no se tradujo en una disminución de su uso de energía fósil o del uso de carbón, lo cual muestra con preocupación que el incremento en el uso de energía renovable responde a la necesidad de más energía, más no al deseo de suplir el uso de energía fósil.
Pese a la tendencia general, existen casos exitosos donde la transición energética está siendo una realidad, pensemos en Australia, un país donde se creo toda una infraestructura institucional que fomenta esta transición, pero, sobre todo, que lo hace buscando la exponencialización de la justicia social para aquellos empleados del sector fósil que debían ser recolocados en otras actividades económicas.
Ahora veamos qué pasa en nuestro país. En México, el 4 de noviembre de 2016 se promulgó en el Diario Oficial de la Federación el Acuerdo de París, a partir de ello México asume los compromisos de mantener el aumento de temperatura media mundial por debajo de 2ºC y limitar el aumento de la temperatura a 1.5ºC con respecto a los niveles preindustriales, así como reducir las emisiones de efecto invernadero. Para lograrlo, México ha establecido en su legislación nacional metas de corto y mediano plazo para la generación eléctrica a partir de fuentes de energías limpias. Las metas se fijaron en la Ley General de Cambio Climático (LGCC), y la Ley de Transición Energética (LTE).
Según la LTE, en 2018, la participación energías limpias en el consumo nacional ascendería al 25%, incrementándose para 2021 al 30%, y llegando en el 2024 al 35%. Según datos de la Secretaría de Energía (SENER), en 2018 el consumo de energías limpias representó el 22.2% del total, mostrando un retroceso en 2019 al llegar a 21.8%, y repuntando tímidamente en 2020, alcanzando el 25.5% del consumo total de energía.
Aunado a lo anterior, de acuerdo con Rafael Villegas Patraca y José Luis Aguilar López, al observar la distribución de los sitios de aprovechamiento de las distintas energías entre los estados de la Republica podemos identificar que ésta no es homogénea, pues estados como Colima, Morelos, Tlaxcala, Campeche, Tabasco y la Ciudad de México carecen de producción de energías renovables, mientras que Baja California Norte, Sonora, Coahuila, San Luis Potosí, Jalisco y Puebla aprovechan tres de los cuatro tipos de energías renovables que se producen en el país, lo cual indica que hay posibilidades de crecimiento para la generación de energías renovables en esos estados.
El panorama en nuestro país no es alentador, si bien el gobierno de Andrés Manuel López Obrador planea gastar unos 1600 millones de dólares para construir una enorme planta solar en el norte de México, y también reequipar más de una decena de plantas hidroeléctricas propiedad del Estado, la apuesta es la producción del la energía fósil, el argumento que sostiene esta política es la necesidad de revertir lo que Andrés Manuel ha llamado “la privatización corrupta de la industria”, y garantizar la soberanía energética de México devolviendo al país los días gloriosos en los que el petróleo creaba miles de empleos y ayudaba a impulsar la economía.
Si bien, el argumento de la soberanía energética y la revitalización del papel del Estado como supervisor y garante de justicia social no están del todo errados, el problema es que no se tiene claro que la urgencia de la transición energética se ha convertido en un tema de vida o muerte, lo que está en juego es el futuro de la humanidad, es necesario entenderlo y redirigir la política pública hacia la reducción del uso de energía fósil y su sustitución por fuentes renovables. Como se ha podido observar México no es un caso aislado, sino que es una muestra de la tendencia global general, sin embargo, los cambios deben empezar desde nuestra trinchera, es por eso que los gobiernos nacionales deben ser los motores de dicho cambio.
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