El término de vocación refiere necesariamente a un llamado; en el caso de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ese llamado no es otro que el compromiso con la nación mexicana; y con la humanidad en general. La forma en que realiza ese llamado es a través de la generación de conocimiento; mediante la reflexión filosófica y estética; y mediante el desarrollo de aplicaciones tecnológicas que permiten el mejoramiento de múltiples ámbitos de la vida.
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También lo lleva a cabo a través de la más amplia oferta cultural del país: se crean y recrean diversas expresiones artísticas; se crea la mayor cantidad de libros en el país; se tienen los mayores acervos bibliográficos, cinematográficos, archivonómicos y hemerográficos del país; y tiene el resguardo de varios de los edificios más valiosos para nuestro país, que van desde San Ildefonso hasta la estructura central de la Ciudad Universitaria, que es nada menos que Patrimonio Cultural de la Humanidad.
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Lo que eso implica es invaluable; y, sin embargo, la UNAM es mucho más que eso: es un espíritu y una identidad; es fuente y motivo de orgullo para los millones de universitarias y universitarios que han transitado por sus aulas; también para quienes hoy estudian en ellas; y no es exagerado decir que para los millones que aspiran algún día abrevar de las fuentes inagotables de saber y cultura que se encuentran en nuestra máxima casa de estudios.
Por ello desconcierta el duro e injusto embate que ha emprendido el presidente de la República en su contra, acusándola de ser “de derecha, neoliberal y de promover el egoísmo y el individualismo”; de no haber “estado a la altura de las circunstancias” y de no haber hecho frente a las políticas económicas que él denomina como neoliberales.
El argumento presidencial es contradictorio en sí mismo: su política macroeconómica es similar a la de los gobiernos de los últimos 35 años; y en lo micro, ha radicalizado la visión individualista de la economía, asumiendo que es mediante el reparto directo y no condicionado de dinero a las personas, como se promueve un mercado interno dinámico.
Pese a todo, aun cuando lo anterior es de la mayor relevancia, pasa a segundo plano si se considera la posición desde la que el presidente arremete en contra de la UNAM. Su argumentación se plantea desde una pretendida superioridad moral, desde la que se presupone que la Universidad más importante del país debe tomar postura respecto de un proyecto personal y la visión particular del poder que él ha planteado al país.
Si la UNAM hiciera tal cosa, bien podría exigírsele que lo haga respecto de los proyectos que habrán de venir en el futuro. Lo cual constituye un absurdo, desde el punto de vista que se le piense.
Por el contrario, la Universidad Nacional, y todas las universidades públicas del país, tienen la obligación, desde el ejercicio responsable de su autonomía, de ser siempre una mirada crítica frente al poder; lo encabece quien lo encabece. Las universidades tienen el mandato de ser espacios de pluralidad, tolerancia y apertura a todas las visiones y a todas las miradas, porque no hay asignación aceptable de un carácter moral superior a ninguna postura o visión del conocimiento.
El presidente, en este tema, tiene una visión errónea, porque parte del equívoco platónico de suponer que aquello que es bueno, por definición es verdadero, y viceversa. Frente a ese despropósito, Nietzsche nos alertó con razón que, en esos términos, debe comprenderse que ni el bien ni el mal existen; y que más nos vale ser capaces de enfrentar con valor el mandato de llegar a ser quienes estamos llamados a ser.
Y esto lleva de vuelta al principio de este texto: la Universidad debe hacer caso de su vocación más profunda, que es a la vez la más auténtica, y que le ha permitido pervivir a lo largo de las décadas: ser un espacio indeclinable de saber, de ciencia y sobre todas las cosas, de libertad.
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