El mundo ya no es el mismo ni volverá a serlo después de la pandemia del coronavirus COVID-19. El uso de mascarillas y antibacteriales nos recuerda la época del H1N1, pero con mayor temor. Se reinstaló la necesidad de lavarse las manos, de no tocarse el rostro, de mantener distancia del prójimo. En eso mi mamá se les adelantó varias décadas.
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Una mezcla de instinto y egoísmo empuja compras de pánico (¡sigo sin entender la urgencia del papel de baño!). Hay famosos infectados, multimillonarios aislados en búnkeres, fronteras cerradas. Lo más parecido es una guerra. En Italia, uno de los países más afectados, nació la frase: «A nuestros abuelos les pidieron ir a la guerra. A nosotros solo nos piden quedarnos en casa». Ojalá los mexicanos comprendamos pronto la necesidad de una cuarentena; hay que quedarse en casa, no es periodo para turistear.
La desinformación en las redes sociales se propaga tan rápido como la misma toxina de Wuhan. Propio de los grandes acontecimientos y de imaginaciones fértiles, aparecieron sin retraso las teorías conspiratorias y las apocalípticas: desde farmacéuticas voraces que generaron el virus para aumentar sus ganancias hasta el fanatismo religioso que ve en esta epidemia el dedo flamígero y justiciero de un dios enfurecido por los agravios humanos. «¡Mueran pecadores!» [sic]. ¿Y Nostradamus? Claro que no podía faltar: «Y en el año de los gemelos (20-20) surgirá una reina (Corona) desde el oriente (China) que extenderá su plaga (virus) de los seres de la noche (murciélagos)… transformando en polvo (muerte) a los hombres del crepúsculo (ancianos)» [sic], [sic].
El sentido común y la conciencia crítica son tan imprescindibles como lavarse las manos. Conviene estar atentos a las fuentes médicas oficiales, como la Organización Mundial de la Salud. Cuidado con otras referencias que, aunque madrugadoras, son políticas y no científicas. En los temas que verdaderamente importan, la apuesta es por los profesionales.
Como los atentados del 11 de septiembre del 2001, o en el caso de nuestro país los sismos de septiembre del 2017, el coronavirus cambia nuestra perspectiva frente al oleaje regular de la vida. Con un poco de introspección, la emergencia internacional nos recuerda el permanente e incontenible cambio que es la vida. El mundo se pone de cabeza en un santiamén. Somos conscientes de nuestra vulnerabilidad. No hay prevención ni avance tecnológico que espante a la parca: el payaso —en este caso microscópico, circular y con erupciones— nos carga en cualquier momento.
El COVID-19 nos restriega el mundo interconectado en el que vivimos. Lo que sucede del otro lado de los océanos nos afecta: «el leve aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del planeta», señala el dicho casualmente chino. Tampoco me parece fortuito que este efecto mariposa sea uno de los pilares explicativos de la Teoría del caos de Edward Lorenz.
Lo prudente, en tiempos del coronavirus, es quererse de lejos. Y en cuanto a la conducción de la crisis, como sugiere la sabiduría española, «la marea bajará y entonces sabremos quién estaba nadando en cueros», quiénes actuaron buscando el bien común y quiénes el rédito personal.
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