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La violencia y el uso político de las cifras

El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, dio a conocer las estadísticas sobre la violencia delictiva con fecha de corte del 31 de diciembre de 2021, con lo que se tienen ya completos los datos relativos a las víctimas de los delitos que fueron denunciados ante las autoridades ministeriales, y por los cuales se iniciaron carpetas de investigación, así como el número de delitos cometidos en el país a lo largo del año que concluyó.

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El tema de la violencia y la seguridad pública es y será siempre un tema político. Eso ocurre en prácticamente todos los países donde existe la posibilidad de discutir públicamente sobre los temas de prioridad e interés ciudadano y donde es posible poner bajo escrutinio a los gobiernos.

En esa lógica, es tan legítimo el interés de los gobiernos por mostrar que sus políticas dan buenos resultados, como de parte de las oposiciones y de la ciudadanía, llevar a cabo una evaluación crítica del desempeño de quienes tienen la responsabilidad de tomar las decisiones que nos atañen a todas y todos.

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Pese a lo anterior, al menos en el caso mexicano, llevamos décadas atrapados en discusiones estériles, que se centran en la estadística, y no en factores que determinan, explican, o al menos permiten plantear preguntas pertinentes respecto de lo que significan las estadísticas y los datos de que se dispone.

Llevamos años discutiendo, por ejemplo, en torno a reducciones marginales, e incrementos reiterados en los niveles de pobreza; igualmente hemos pasado ya varias décadas discutiendo en torno a décimas de variación en los indicadores relativos al mediocre desempeño de la economía, desde 1980 hasta nuestros días.

El caso de la inseguridad es similar. Desde que inició la llamada “guerra contra el narcotráfico”, los gobiernos de todo signo, tanto en los municipios, como en los estados y en la Federación, seleccionan los indicadores en los que hay aparentes mejorías, y respecto del resto, no dejan de usar la frase trillada de: “hace falta mucho por hacer, pero vamos por la ruta correcta”.

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Lo que nos muestran los datos del último año ratifican que México atraviesa por la mayor crisis de derechos humanos y de inseguridad de los últimos 50 años. Pues la tendencia de mediano y largo plazo de la violencia y la criminalidad, muestran sólo desplazamientos, ajustes, acomodos, y una expansión constante de la acción de los grupos delincuenciales, frente a un Estado incapaz de resolver estructuralmente una de alas problemáticas más severas que tenemos en el país.

¿Es posible festejar una reducción de cuatro puntos porcentuales en materia de homicidios dolosos, cuando aún falta la conciliación de datos que lleva a cabo INEGI respecto de las cifras de mortalidad? ¿Es posible decir que se están haciendo bien las cosas en un país donde se reduce el número de casos en algunos rubros delictivos, pero se llega al récord histórico en feminicidios?

¿Puede hablarse de un país que se encamina hacia la paz, en el año de mayor número de víctimas de violencia sexual, de violencia familiar, y con un claro repunte en el número de víctimas de robo a transeúnte o de robo en el transporte público, hoy uno de los lugares más amenazantes para quienes salen a jugarse literalmente la vida en su travesía diaria hacia sus trabajos o de regreso a sus hogares?

Parte de esta gran tragedia, está igualmente en la oposición política al gobierno federal. ¿Cómo explicar que, desde hace años, los estados con mayor número de homicidios sean Guanajuato, Baja California, Chihuahua y Jalisco? ¿Cómo explicar la ola expansiva de violencia en Michoacán, Sonora y Zacatecas?

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¿Cómo explicar y cómo avanzar hacia la reducción de la tasa de homicidios de Colima, que lleva varios años con el peor indicador a nivel nacional? Y, sobre todo, ¿Cómo evitar que la violencia regrese o crezca una vez más en entidades como Guerrero, Tamaulipas, Sinaloa y Quintana Roo?

¿De qué manera y cómo vamos a lograr que los municipios del país tengan la capacidad de contribuir significativamente en la reducción de la violencia, de todo tipo y en todas sus formas? ¿Cuál es la estrategia específica, más allá del despliegue de tropas, para garantizar que las 30 ciudades con mayores niveles de violencia transitarán pronto hacia la paz y hacia la garantía de seguridad e integridad de sus habitantes?

En este contexto es que es preciso insistir en que la revisión crítica de las estadísticas sólo tiene sentido cuando se pone en la base de la evaluación crítica de los gobiernos, los cuales, en democracia, tienen la responsabilidad, no de magnificar discursiva y de manera propagandística ciertos datos, sino acreditar que el sistema institucional y las políticas y acciones que despliegan, auténticamente tendrán la capacidad de incidir en la modificación de aquello que es causa de los datos.

Cuando un gobierno se “atrinchera” en indicadores que aparentemente le son favorables, ha renunciado a ejercer democráticamente el mandato que le ha sido conferido en las urnas; porque uno de los presupuestos elementales de la democracia es precisamente la rendición de cuentas; y, ante todo, aceptar la responsabilidad de todo aquello que no se ha hecho, o que se ha llevado a cabo de manera equívoca.

La autocrítica no es claudicación; aceptar la falibilidad del ejercicio gubernamental, antes que una debilidad, constituye un acto, este sí de fuerza moral, y de responsabilidad ante la ciudadanía que ha depositado su confianza ante una propuesta y una visión sobre cómo es que deben resolverse los problemas del país.

Debe considerarse que los datos pueden llevar a una administración a mentir con la verdad. Por ejemplo, ¿Qué pasaría si en una localidad o región los grupos de la delincuencia acuerdan, con la complicidad de las autoridades, generar una pax narca, y los homicidios se redujeran a sus mínimos históricos? ¿Ahí podría hablarse de seguridad, o más que en ningún otro momento la ciudadanía correría riesgos y estaría indefensa a la voluntad de los delincuentes?

Una paz auténtica y duradera sólo es posible en un Estado democrático de derecho; es decir, un Estado de bienestar, solidario, sustentado en los derechos humanos, y con escrutinio público, transparencia y rendición de cuentas. Y en nuestro país, estamos todavía muy lejos de haber construido algo así.

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