Sería difícil pensar en nuestros días en la aparición de fascismos similares a los que se construyeron en el siglo XX. Los de ahora difícilmente podrían sustentarse en ideologías tan elaboradas como las de entonces, y también se percibe complicado que se reediten movimientos militantes como los fasci di combattimento o las juventudes hitlerianas.
Lo anterior no quiere decir que las nuevas formas en que se expresan los fascismos de nuestros días sean menos insidiosas y peligrosas. De hecho, en la erosión de los “absolutos” y en la frivolidad de los planteamientos se encuentra precisamente su carácter absolutamente malvado.
Al respecto, es importante pensar en el hecho de que en el siglo XX los movimientos fascistas recurrieron al enmascaramiento; hubo todo un “movimiento de artificios” mediante el cual se pretendió revestir de carácter científico, filosófico y ético a la propuesta política del régimen nazi en Alemania, y de los fascismos a la española y a la italiana.
Hoy, por el contrario, hay una “transparencia del mal”, como lo escribiera en su sugerente título Jean Baudrillard. Es decir, hoy el fascismo no está recurriendo al artificio simbólico, sino que va directo al grano: odio a los extranjeros, sin más justificación que afirmar que son una amenaza; odio a la diversidad sexual, sin más argumentación que decir que se trata de “una aberración”.
Se promueve la xenofobia como se promueve comprar zapatos, y se da pie a un discurso misógino, como si se estuviese hablando del último partido de futbol. Para colmo, la frivolidad y la señalada transparencia del mal es ahora extendidamente pública, pues el predominio de las redes sociales como instrumento para la emisión de mensajes políticos ha profundizado la crisis de los significados.
Hitler sostenía que era el Führer porque era descendiente de la raza aria, y sus fanáticos seguidores asumían lo mismo. Revestían sus eventos de toda la simbología de las esvásticas, de la música clásica alemana, de la pintura expresionista, del cine, de la literatura, y de todo el aparato cultural-propagandístico que se diseñó para justificar —lo que de suyo es infame— la construcción del régimen nazi.
Ahora hemos llegado al otro extremo del absurdo, mediante el planteamiento de que hoy los barones del dinero sostienen que deben gobernar, en primer lugar, porque son “exitosos”; en segundo lugar, porque sostienen que es necesario vivir con “orden” —cualquier cosa que eso signifique—; y, en sentido estricto, solo por el hecho de que “se trata de ellos”.
El día de ayer se dio a conocer que en Rusia se aprobó una reforma por la cual se despenaliza golpear a las mujeres y se vuelve legal hacerlo, sin sanciones penales, una vez al año. En los Estados Unidos de América las órdenes ejecutivas de su presidente criminalizan la pertenencia a una religión, olvidando que una de las principales raíces de la democracia norteamericana se encuentra en la diversidad, la tolerancia y el pluralismo religioso.
En Francia, Austria, Italia, incluso en España y otros países europeos, los movimientos de ultra derecha buscan llegar al poder repitiendo la misma fórmula: enarbolar discursos idiotas y simplistas hasta llegar al tedio y al vaciamiento de todo significado, excepto aquél que apela a las identidades más elementales que obligan a pensar en una involución a las etapas del tribalismo originario del Homo sapiens.
Ante el horror de la Alemania nazi, la Escuela de Frankfurt planteó asumir un nuevo imperativo categórico para Occidente: “Que Auschwitz no se repita”. Han pasado siete décadas desde entonces, y lo peor que estamos constatando es que el fascismo nunca fue completamente derrotado; que los lenguajes del totalitarismo y el autoritarismo político siguen asumiéndose como válidos; y, sobre todo, que es mediante la violencia y la destrucción de los otros como debe construirse y realinearse nuestra extraviada modernidad, en su fase de absoluta globalización.
Estamos, en síntesis, ante un espectáculo lamentable.
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