por Yigal Leykin / Traducción: Rosa María Fajardo
Aquel letrero, leído casualmente, en la fachada de un viejo edificio, decía: “AÚN ESPERO ALGO MEJOR”. Me hizo venir a la mente el rostro de mi padre.
Él ha deseado envejecer antes de tiempo. Ha apagado la chispa de la juventud asumiendo, ya al límite de sus cuarenta años, el aspecto de un hombre viejo. En mis recuerdos lo veo siempre igual, con el caminar arrastrando los pies y los hombros curvos, como si llevara el peso insostenible de la existencia.
Pero eran sus ojos los que más revelaban la incomodidad de vivir que llevaba encima. De un azul bellísimo, que en vez que reflejar mares y océanos inmensos, todos por explotar, parecían una gelatina amorfa de resignación. Nunca me pregunté el porqué de esta fuga, el porqué de este deseo de esconderse frente a cualquier adversidad de la vida. Seguro no era un padre de quién sentirse orgulloso. De vez en cuando inventaba detalles sobre su glorioso pasado, para poder contar a mis amigos, y en la edad adulta a alguna muchacha. La paradoja es que, con el pasar del tiempo, he comenzado a creer también yo en mis historias, sin lograr separar la realidad de la imaginación.
El silencio era inquilino de honor en nuestra casa, disturbado periódicamente por los monólogos de queja de mi madre sobre su condición de mujer no comprendida y mucho menos apoyada en lo cotidiano y en lo profundo del espíritu. Mi padre absorbía impasible sus discursos mirando al vacío para luego, en la primera interrupción del flujo de sus palaras, levantarse y encender la televisión o incluso encaminarse a la cocina para hacer cualquier cosa, causando de esta manera otra y más intensa oleada de quejas.
Hasta que un suceso insólito invistió a mi familia. Una amiga de infancia de mi madre nos anunció su inminente visita. Venía de lejos y habían pasado cerca de treinta años de su último encuentro. Algunos meses antes había perdido al marido, y a pesar de los cuidados amorosos de las hijas, no lograba sedar el dolor y colmar el vacío de la propia existencia. Probablemente, en semejantes ocasiones el instinto nos lleva hacia el pasado, cuando todo era aún un posible futuro, como si el regreso a los orígenes nos permitiera recomenzar todo desde el inicio y nos diera una segunda posibilidad.
La agitación de mi madre era inmensa. Los recuerdos y los preparativos por la visita colmaban su alma de nueva vitalidad y de alegría, tanto que la hacían aparecer ante mis ojos más bella y más joven. Mientras, este movimiento no turbaba de la menor manera la habitual existencia de mi padre. El advenimiento no le incumbía y no tocaba mínimamente su esfera emotiva.
Nuestra huésped llegó en un bello día de sol, lo cual, según mi madre, era una señal de buen auspicio para una visita afortunada y justa. La casa y todos nosotros estábamos vestidos de fiesta y aires de renovación se respiraban por doquier.
No hubiera sabido si juzgarla bella o no. Mis ojos de jovencito no eran capaces de hacer una valoración estética de personas más grandes que yo, ¡pero claroestá que tenía mucha simpatía! Minúscula y vivaz, con una voz sonora y una carcajada abierta y contagiosa, lograba arrastrarnos hacia un modo distinto de estar juntos, cuya calidez noshacía renunciar a cualquier distracción fuera de casa o lejos de ella. Tenía para cada uno de nosotrosuna palabra justa, una expresión o un adjetivo capaces de satisfacer las exigencias de nuestro ego frustrado y no cultivado.
Sólo mi padre permanecía apartado. Parecía separado e intimidado frente a tanta exuberancia. Ella lo miraba fugazmente y de vez en cuando se dirigía a él con cualquier petición. Las peticiones no tenían sentido, eran la melodía de la voz y el modo de dirigirse a él lo que llamaban mi atención. Lo llamaba ”muchacho, amigo, querido…”, y lo hacía con un tono alegre y con una naturalidad desarmante. Mi padre cumplía prontamente sus peticiones y a un gracias suyo respondía con un tímida y apenada sonrisa.
Nunca he sabido si, en la intimidad de sus discursos, mi madre le hubiera hecho confesiones sobre su vida conyugal. De todos modos el comportamiento de nuestra huésped no mostraba ningún rastro de estos posibles temas.
Los días de la visita transcurrían rápidos y llenos de emoción. Nunca se había visto tanto movimiento en nuestra casa. La amiga de mi madre se había transformado en una atracción irresistible para nuestros parientes y conocidos. Para muchos de ellos representaba un sutil hilo de conexión hacia su pasado, hacia los lugares de sus orígenes, abandonados hace tanto tiempo; para otros era un pozo de curiosidad por descubrir y satisfacer.
Me parecía ser arrastrado por una nube de felicidad, cuando una inesperada carcajada, seguida de inmediato por una tos llena de culpable vergüenza, me llevó al plano de una sorprendente realidad. El sonido de la carcajada de mi padre era completamente desconocido para mi oído. Lo miré y vi el azul de sus ojos más límpido y vivaz, y sus hombros más erguidos. Una chispa de interés se encendió dentro de mí. Desde aquel momento, inexplicablemente, toda mi capacidad de observación se concentró en él. Primero percibí la existencia de un sutil hilo de tensión entre él y nuestra huésped, como si entre líneas de varios de sus discursosexistiera una exclusiva comunicación entre ellos, privada de palabras o de gestos y, sin embargo, llena de intensidad. Parecía que nadie a nuestro alrededor notase su relación. Sólo una vez con tono jocoso y sin alguna malicia mi madre se quejó diciendo: ”Pero mira cómo ha rejuvenecido tu padre.¡Para mí, se ha enamorado!”, y junto a todos los demás explotó una sonora carcajada.
Y efectivamente los cambios físicos y de comportamiento de mi padre comenzaban a ser claramente evidentes. Como si una carga de energía positiva hubiera sido absorbida por su cuerpo y su alma. Se ofrecía a acompañar a nuestra huésped, junto a mi madre, a hacer las compras y las varias visitas; estaba atento a lo que sucedía alrededor de él; se había vuelto más locuaz. Parecía un despertar al término de un prolongado letargo.
El día de su partida llegó casi de sorpresa. ¡Cuán breve nos había parecido su visita! Tratábamos de convencerla de prolongarla, todos excepto mi padre, quien permanecía aparte, silencioso y, al mismo tiempo, atento a cada palabra nuestra.
En el aeropuerto, luego de haber realizado todos los trámites, mientras la acompañábamos hacia la última revisión de pasaportes, ella se apoyó en el brazo de él, como siempre de manera natural y sin malicia, y en el momento del adiós lo abrazó y, por primera y última vez, vi los ojos de mi padre llenarse de lágrimas.
Luego de nuestro regreso a casa mi padre se cambió la ropa, encendió la televisión y regresó al propio resignado e infinito aislamiento.
Mis recuerdos de muchacho me llevan a los días de su visita: es el rostro de mi padre de entonces lo que estoy buscando. Es así que lo quiero recordar.
Por Yigal Leykin Traducción de Rosa María Fajardo @RosaMFajardoG *Publicado originalmente como “La Visita“, en TRATTOLIBERO. Anchora spergo di meglio. Racconti dell’architrave, de la colección Quaderno di esercizi. Ed. Trattolibero. 1° edición. Italia. 2013. pp.83-87. Se publica con autorización del autor. |