por María Gourley
Hombres y mujeres no somos explotados de igual forma por el capitalismo; dos fundamentos básicos avalan lo antepuesto: la condición de la mujer en el mundo laboral remunerado, donde perciben en promedio un 37.4% menos que los hombres en el sector público y hasta un 50% menos en el sector privado (Estudio Manpower, 2005), y la situación de la mujer dedicada a las labores domésticas y al cuidado de la familia
Yo misma fui criada por una “dueña de casa”; yo y la mayoría de mis compañeras de clase y mujeres provenientes del círculo social donde me tocó crecer. Los roles que aprendimos no eran cuestionados ni debatidos: así eran las cosas. Los hombres trabajaban en el ámbito público y las mujeres cuidaban a sus hijos(as) y realizaban las labores domésticas. Socialmente, inclusive, se percibía con compasión a aquellas madres (y me atrevo a expresarlo sin miedo de faltar a la verdad) que “trabajaban”, porque la inserción de las mujeres en el mercado laboral remunerado se relacionaba con la carencia (lo cual es probable que fuera mayoritariamente cierto). Fui de aquellas a quienes les tocó levantar los platos y lavarlos en domingo familiar, mientras mis hermanos se quedaban sentados disfrutando de la sobremesa.
Muchas mujeres de mi generación comenzamos a plantearnos la cuestión de la reproducción y la maternidad en nuestra juventud con herramientas diferentes a las de nuestras madres, y se abrió la discusión sobre las estructuras familiares y el trabajo doméstico no remunerado. Era una discusión difusa, empírica, no muy sustentada, pero sí existía un claro descontento por parte de nosotras hacia los modelos que nos fueron implantados. Me remito al Chile de los noventas, postdictadura militar.
Es interesante hoy encontrar un vínculo entre la situación política de ese país y la realidad de nuestras madres. La dictadura enaltecía a la mujer abnegada que se sacrificaba por el cuidado de la familia y nosotras nos abríamos a un mundo de nuevas oportunidades con la recién inaugurada democracia. Y en esa transición comenzamos a ver el cuidado de la familia como una actividad de segunda categoría. Nosotras teníamos “mayores” aspiraciones; la cuestión es que muchas, efectivamente, buscamos otra forma de vida, pero eso no nos exceptuó de nuestras obligaciones domésticas (principalmente a quienes se casaron y tuvieron descendencia), independientemente de si contábamos con trabajos remunerados o no.
Sin duda lo anterior es solo un prefacio anecdótico que hace alusión a nuestros pensamientos e ideas juveniles, pero no deja de tener una cuota de realidad en el contexto contemporáneo: el trabajo doméstico no remunerado está convenientemente infravalorado,inclusive en círculos que se autodefinen como progresistas, y es urgente visibilizarlo y ponderarlo para comprender que no se trata de una disposición natural, sino de una herramienta social y económica de control e iniquidad. Una forma eficaz de mantener el estatus quo dentro de un sistema que se cimenta (y se aprovecha) del trabajo doméstico de millones de mujeres.
La subordinación de la mujer dentro del sistema capitalista y postcapitalista es entendida como un saldo pendiente y legado de la modernidad, dentro de un orden que aparentemente confiere igualdad a todos(as) sus ciudadanos(as) y que por ende, proclama una supuesta liberación femenina. Esa “igualdad formal” no es tal cuando hacemos una superficial comparación entre el contrato matrimonial y el contrato laboral (horas de trabajo, días de descanso, condiciones y contextos) y sus implicaciones en la vida de la mujer. La mujer dedicada a las labores domésticas mantiene este papel secundario en la sociedad desde una base económica, justificándose su relegación a la concepción errónea de su no- relación con los medios de producción y así creándose la falsa concepción que el trabajo doméstico no remunerado no es realmente un trabajo.
El capitalismo concibe a los seres humanos como “mercancía” (venden su fuerza de trabajo) y a la familia como una “unidad de consumo”. En tales circunstancias, la madre es quien “produce” la fuerza de trabajo y transfiere hábitos, costumbres e ideas suscritas por la sociedad; cuida el hogar y provee bienestar a la familia, todo lo anterior, sin reconocimiento y de forma gratuita. Eficazmente, su labor se ha naturalizado, asociándosele a cuestiones biológicas y emocionales, lo que no ha mermado los altos niveles de eficiencia y productividad que exige.
La visibilización precisaría un reconocimiento, y tal reconocimiento en un sistema de mercado se traduce en un salario, lo cual conllevaría a una desvinculación entre labor doméstica y concepción de feminidad. Citando a Silivia Federeci, “Pedir salario por trabajo doméstico será en sí mismo desgastar las expectativas que el capital tiene con respecto a nosotras, la esencia de nuestra socialización. En este sentido es absurdo comparar la lucha de las mujeres por salarios, con la lucha en la fábrica por más salario. El trabajador asalariado al pugnar por más dinero permanece dentro de un papel social aceptado. Cuando nosotras luchamos por un salario, lo hacemos abierta y directamente en contra de un rol socialmente aceptado”, Silivia Federeci, “Salario contra el trabajo doméstico” (traducción Marta Acevedo, pág. 56).
Al justificarse la identidad femenina en la naturalización del trabajo doméstico, donde se le exige a la mujer una actitud de servicio y atención en forma incondicional a las demandas y necesidades de los otros se inhiben sus posibilidades de autoafirmación y emancipación y el Estado de paso se ahorra enormes cantidades de dinero.
Se calcula que en promedio una mujer invierte en las tareas del hogar alrededor de trece horas diarias. La firma Salary.com con sede en Massachusetts, USA y revolucionaria en el estudio de las labores domésticas, declara que éstas, traducidas en un salario, corresponderían a 134,000 USD anuales.
La institución española CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) por otra parte, considera que el trabajo doméstico tiene actualmente un valor monetario de 424,140 millones de euros, correspondientes al 50% del PIB de ese país.
El problema radica justamente en que el trabajo doméstico se racionaliza desde el bienestar familiar (perímetro privado) y no desde la producción de riquezas en la esfera pública. Ante la dificultad (y también falta de voluntades) para recabar datos cuantitativos que desglosen el trabajo doméstico de la relaciones familiares y les asignen un valor de mercado, continuará siendo un “no trabajo” sin reconocimiento y sin posibilidades de crecimiento, y la mujer dedicada a la labor doméstica continuará siendo obligada a producir sin percibir nada a cambio, manteniéndose en una suerte de esclavitud silenciosa y consentida por la sociedad.
María Gourley Chilena-canadiense, activista, docente y promotora cultural, miembro de la Canadian Alliance of Dance Artists, con estudios superiores en música popular, danza, lenguas y gestión. En 2008 fue propuesta como “Mujer del año” por la comunidad latinoamericana residente en Vancouver, por su aporte a las artes y a la cultura. |
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