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Las víctimas del sistema penitenciario

por Catalina Pérez Correa

Se estima que cada sábado acuden alrededor de 7 mil personas a visitar a los internos del Reclusorio Sur, entre 10 y 12 mil personas visitan el Reclusorio Norte y más de 6 mil el reclusorio Oriente de la Ciudad de México. Aunque casi todas las visitantes son mujeres, rara vez se habla de ellas o de lo que implica para ellas estar ahí


Las cárceles ponen en evidencia muchas de las estructuras de la sociedad. En el caso del género, permiten visibilizar el papel marginal que las mujeres tienen en la construcción, implementación y evaluación de las políticas penales y de seguridad. Como han notado numerosos estudios, los espacios para mujeres en reclusión suelen ser una extensión de los reclusorios destinados para hombres y no cuentan con lugares o servicios específicos para atender sus necesidades particulares (II). Es común, por ejemplo, que no exista atención para internas embarazadas, o que simplemente se les niegue la visita íntima por temor a que se embaracen. Es también frecuente que las internas tengan a sus hijas o hijos viviendo junto con ellas en las celdas para adultos por carecer de espacios familiares o, en el caso de los penales federales, que se les niegue a las niñas y a los niños el derecho a estar con sus madres por la falta de espacios donde alojarlos (III).

Quizás la marginación de las mujeres en la política penitenciaria se debe al bajo porcentaje que representan de la población carcelaria nacional. De acuerdo con las Estadísticas del Sistema Penitenciario Nacional, a principios de 2013 el 95% de la población penitenciaria en México eran hombres y sólo 5% eran mujeres. Sin embargo, las mujeres que se encuentran en reclusión no son las únicas discriminadas por el sistema penitenciario actual. Existe un grupo significativamente más grande que ha sido históricamente invisibilizado por el discurso penitenciario que insiste en que las sanciones penitenciaras son penas individuales. Se trata de las mujeres (madres, hermanas o hijas de los internos) que –informalmente– mantienen los penales de nuestro país y asumen los costos de mantener a la población masculina que se encuentra en reclusión.

En cualquier parte del mundo, el uso de la prisión implica ciertos costos, que pueden dividirse en directos e indirectos. Los costos directos se refieren fundamentalmente a la pérdida de la libertad, mientras que los costos indirectos se refieren, entre otros, a la restricción al derecho a la libre asociación; a la información; a la familia; la estigmatización social –que afecta la obtención de un trabajo futuro–; la vulneración a la salud; y, frecuentemente, la pérdida de un empleo, entre otros. Los costos indirectos, a la vez, se dividen en económicos, de salud y sociales. Estos últimos costos son asumidos por mayoritariamente por mujeres.

Costos económicos

En México, como en otros países de América Latina, el Estado frecuentemente omite cubrir las necesidades básicas de aquéllos a quienes encarcela. Así, los internos de los reclusorios locales mexicanos deben pagar con recursos propios bienes básicos como comida; medicina; ropa; cobijas; jabón; papel de baño; e incluso agua para beber.

Existen, además, gastos informales que el contexto de corrupción institucional exige a los internos, tales como cuotas para poder dormir en una cama, recibir visitas, recibir alimentos e incluso evitar ser golpeados por otros internos. Azaola & Bergman (2009), por ejemplo, señalan que en el Distrito Federal y el Estado de México, el 35% de los internos dijo que sus familiares tuvieron que pagar por mandarlos llamar; 29% por traerles comida; 33% por traer ropa; y 14% por hacer visita conyugal.

Por encima de los bienes básicos que un interno necesita, el encarcelamiento de una persona implica gastos en abogados, costas judiciales, viajes a los reclusorios, etcétera. Para las mujeres que son madres heterosexuales, el encarcelamiento del padre frecuentemente también implica que deben asumir la carga completa de educar, cuidar y mantener a los hijos. En un contexto en el que a los internos no se les dan oportunidades laborales hay que preguntar: ¿quién paga dichos costos? Ya sea porque social y culturalmente es atribuido a ellas o simplemente porque lo asumen como su deber, lo cierto es que cuando sus parejas, padres, hijos o hermanos son recluidos, el peso económico de mantenerlos recae principalmente en ellas.

Costos sociales

Estos se refieren a los costos no económicos que tiene el encarcelamiento de una persona como la estigmatización (propia o de la familia) o el efecto que puede tener en los hijos de un interno.

Designar a alguien como un criminal confiere a esa persona un estatus social inferior: se trata, discursivamente, de personas contaminadas y riesgosas para los demás. Dicho estatus no se confiere de forma individual, sino que se extiende a la familia del “criminal”. Así, es frecuente que las familias de los internos sean desdeñadas por sus comunidades, simplemente por asociación con un delincuente o presunto delincuente (recordemos que cerca del 50% de nuestra población penitenciaria está presa sin haber sido sentenciada).

La visita al reclusorio, para las familias, es un recordatorio del estatus inferior que ahora ocupa la familia en la sociedad. Las y los visitantes son sometidos a procedimientos estrictos y en ocasiones degradantes que incluyen inspecciones físicas de la persona –a veces la persona debe desvestirse y ser auscultada–, de los objetos personales, la obligación de vestirse y peinarse de cierta forma y largos periodos de espera.

En el caso de los hijos, algunos estudios señalan que el encarcelamiento produce en estos: ansiedad; enojo; abandono; tristeza; miedo; vergüenza; insomnio; comportamientos agresivos; disminución en el desempeño escolar; e incluso embarazos adolescentes –un estudio muestra que las niñas con un padre o madre encarcelada tienen 60% más probabilidad que otras niñas de embarazarse en la etapa de la adolescencia–. Otro estudio muestra que las niñas y los niños con un padre o madre encarcelados tienen hasta 6 veces más probabilidad de ser encarcelados durante la temprana adultez, lo que comprueba que el encarcelamiento tiene matices inter-generacionales.

Costos a la salud

Los costos a la salud no sólo se refieren a la afectación que tiene el encarcelamiento en la persona interna, sino también abarcan la afectación a la salud de su pareja y familia. Las cárceles han sido ligadas, a nivel mundial, con una prevalencia más alta que en la población general de ciertas enfermedades como el VIH/SIDA, tuberculosis, hepatitis C y otras enfermedades de transmisión sexual, esto se debe a los factores de riesgo que marcan la vida en prisión, tales como el hacinamiento, la alta prevalencia de relaciones sexuales sin protección, el consumo de drogas (en particular las inyectables), la falta de servicios médicos, los deficientes servicios sanitarios (incluyendo la falta de agua) y la falta de higiene en general.

En consecuencia, la vulnerabilidad de la población carcelaria a la infección de estas enfermedades es mayor. Estos riesgos son compartidos por las familias de los internos, en especial por sus parejas sexuales. Algunos estudios demuestran una alta proporción de relaciones sexuales sin protección entre los internos recién liberados y sus parejas, lo que significa que las parejas sexuales de los internos también están expuestas a los mismos riesgos a la salud que tienen los internos.

El discurso penitenciario predominante sostiene que el encarcelamiento impone la pérdida de la libertad –el costo principal– no como castigo, sino como una forma de lograr la resocialización del delincuente. Los costos indirectos y las personas que cargan con ellos rara vez son tomados en cuenta. De esta forma, el derecho penitenciario impone una visión del mundo: una que concibe a las personas como seres autónomos, independientes, separados, y, por lo tanto, separables de sus comunidades. Esta forma de entender a los seres humanos niega la complejidad de las relaciones humanas y la dependencia que existe entre un ser humano y otro, y niega los valores de cuidado que las mujeres, en nuestras sociedades, bien o mal, asumen. En el contexto aquí analizado, esta visión resulta en la discriminación y el castigo indebido de miles de mujeres que formal e informalmente cargan con los costos del encarcelamiento de los internos de nuestro país.

El castigo penal implica hacer a otros y otras algo que, en circunstancias normales, consideramos incorrecto, pero que, en circunstancias extraordinarias, aceptamos con una idea ulterior de justicia. Las penas de prisión, no obstante, implican castigar a quien supuestamente consideramos irreprochable: mujeres, niños y comunidades “inocentes”. Mientras el Estado no tome esto en cuenta, seguirá optando por una política que invisibiliza y empobrece a un importante sector de la sociedad, y que además reafirma la inequidad de género que aún prevalece en nuestra sociedad.•

Notas:

I. Este texto está parcialmente basado en el texto: Pérez Correa, C. (2013), “Las que se quedan: las penas de prisión desde una perspectiva de género”, en Cruz Parcero, J. y Vázquez, R., La mujer a través del derecho penal, México: Fontamara-SCJN.

II. Véase por ejemplo: Azaola, E., y Yacamán, C. (1996), Las mujeres olvidadas, México: El Colegio de México y Briseño, M. (2006), Garantizando los derechos humanos de las mujeres en reclusión, México: INMUJERES.

III. Pérez Correa, C. y Azaola, E. (2012), Resultados de la Primera Encuesta Realizada a Población Interna en Centros Federales de Readaptación Social, México: CIDE 

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