Vivimos una superabundancia de imágenes que ocupan nuestra atención desde que nos levantamos hasta que volvemos a la cama, en la tele, el móvil, la tablet, el ordenador… Las llevamos en el bolsillo, nos agreden en la calle, ocupan un lugar preferente en el salón. Nuestro cerebro se ocupa casi todo el día en decodificarlas, y nuestro subconsciente de resituarlas en el desordenado desván de la conciencia. Es cierto que puede haber películas, fotos, anuncios, reportajes y documentales enriquecedores e incluso artísticos, pero tan excesiva ingesta puede crear indigestión, y ninguna imagen sustituye a la lectura.
¿Por qué? Porque la imagen te lo da casi todo hecho. En el libro tienes que crear tú. A las sugerencias del autor has de poner rostros, paisajes, situaciones, cocrear con él. Por eso los buenos libros superan con creces las expectativas de los autores. La lectura es a la mente lo que el ejercicio físico al cuerpo. Quizás por eso hoy abundan las mentes anquilosadas, triviales, insustanciales, fofas, porque no se lee o se lee a salta de mata.
Entre 2015 y 2016 hemos traído a la memoria, en sus respectivos centenarios, a tres grandes escritores: Cervantes, Shakespeare y Santa Teresa. El primero decía que “el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”, y la santa de Ávila: “lee y conducirás, no leas y serás conducido”. Quizás por eso en un siglo en que la mujer estaba tan minusvalorada ella fue tan grande, tan libre, tan autónoma.
Cuando abro un libro se me extiende una playa, vuelo a otros cielos, me comunico con el universo: viajo, sueño, penetro en almas desconocidas, vivo situaciones inéditas, exploro pensamientos y vivencias que me hacen crecer y ampliar horizontes. Por ejemplo, el imaginativo Emilio Salgari no salió de su Génova natal, donde vivía pobremente en un piso bajo y sacó sus exóticas aventuras de las enciclopedias, los libros que leía y sus conversaciones con marineros del puerto. De aquí que enseñar a leer es entregar a alguien el arma más poderosa para despertar, concienciarse y situarse en el mundo, en una palabra: para ser libre.
En un primer momento se pensó que la irrupción del libro electrónico iba a desterrar al tradicional volumen impreso en papel. Tras un desconcierto inicial, su función parece que está resituándose. Aunque el impacto de la piratería por Internet sigue siendo preocupante para la industria del libro y la subsistencia de los autores, el e-book y el e-reader están encontrando su función. De un lado abarata la lectura, al simplificar los costes de edición. De otro facilita el transporte, el acceso y la comodidad de leer en sinfín de circunstancias como la cama, el campo, la playa, los desplazamientos o los sitios más insólitos. Eso sí, no substituye al embrujo de objeto de culto que es y seguirá siendo el libro impreso. Por tanto, como ha sucedido con otros medios de comunicación, como el periódico, la radio, la televisión e Internet, son vehículos de comunicación y cultura que más sustituirse se complementan.
Lo importante es leer y sobre todo digerir la lectura, pues hoy vivimos la herejía de la rapidez. Para que aproveche, ha de ser una lectura reposada, no un mero devorar libros como palomitas de maíz. Me encanta la frase de Woody Allen: “tomé un curso de lectura rápida y fui capaz de leerme ‘La guerra y la paz’ en veinte minutos. Creo que decía algo de Rusia”. Sobre todo me quedo con lo de San Agustín: “cuando rezamos hablamos con Dios, pero cuando leemos es Dios quien habla con nosotros”.
Antes que aprender a usar un pico y una pala, lo que construye futuro en los pueblos más pobres y sometidos del planeta es aprender a leer y a escribir. Proporciona alas para viajar a mundos desconocidos, escaleras para acceder a la cultura, herramientas para despertar por dentro, ideas para construir un mundo, resortes para evolucionar, en una palabra, abre caminos a la libertad.
Si el analfabetismo crea esclavos, el acceso a los libros los convierte en ciudadanos responsables y libres. Recordemos a aquellos hombres y mujeres que se aprendían de memoria obras clásicas para salvar los libros destinados a la quema programada en Fahrenheit 451, la novela de Bradbury llevada al cine por Truffaut. Hoy, en occidente, no es que los libros ardan en hogueras, sino que casi no leemos o lo hacemos tan superficialmente, a golpe de “clic” en Internet, que son las nuevas generaciones las que corren peligro de quemarse en las llamas de su propia insustancialidad.