Para Maria Gourley
El filósofo Cioran afirmaba que “la patria es la lengua en la que se escribe”. Lo mismo sostenían Fernando Pessoa y Paul Celan. Si esto es así, entonces habitar y dejarse habitar por la lengua implica hacer patria, y por eso escribir puede resultar tan patriótico como apátrida.
Lo primero, patriótico, cuando quien escribe o habla se entrega a los designios de la lengua y asume a plenitud con Pessoa aquello dicho en su brevísimo poema, Letanía:
“Nosotros no nos realizamos nunca.
Somos un abismo que va hacia otro abismo -un pozo que mira al Cielo”.
Esto explica en parte el pernicioso fenómeno mediante el cual la lengua que se utiliza en el mundo de la política devino en vulgar jerga: un cúmulo de repeticiones, lugares comunes, groserías y todo lo propio de lo insustancial, que necesita del soplo de la estridencia cínica para destacar y hacerse oír en medio del aparatoso ruido que priva en el sinsentido que hoy es lo público.
Entregar o pedir dinero por buenas y malas causas, difamar y calumniar, espetar insultos, mentir como costumbre cotidiana, lanzar diatribas, torcer las cifras e inventar datos, ofender y provocar. Todas ellas son prácticas del decir político de nuestros días, lo que significa, en sentido estricto, maldecir a la patria.
La banalización de las injurias que son proferidas en público por las mujeres y los hombres de la vida política corresponden a la bacanal de la corrupción que han prohijado y a la impunidad con que actúan y se mueven en las aparatosas y aparentemente pulcras vitrinas del poder, detrás de las cuales sólo puede olerse e intuirse una putrefacción de alcances escalofriantes.
La salvación de la patria, si es que eso es posible, depende de muchas acciones en muchos frentes, y uno de ellos, sin duda, se encuentra en la salvación de la lengua. No nos creamos aquello de que la lengua habrá de salvarse sola porque, debe insistirse, ella solo pervive cuando hay un consciente y denodado esfuerzo por crearla y recrearla.
Pero el mayor riesgo es que, pareciera, hay un infame abandono de la lengua por todas partes. La aprisionamos en un uso irredento e insulso y, en prácticamente todos los espacios en donde debería florecer, se nota un fétido abandono producto de haberle dado la espalda a la inteligencia críticamente creadora.
La lengua hoy se asemeja a una madre “todoparidora” que está a la espera de hijos auténticos; por ello quizá también debería pensarse ya no en la patria, sino en la matria, como lo habría propuesto Octavio Paz, y, en consecuencia, en un ejercicio permanente de inventar palabras y reinventarnos con ellas.
La lengua es el espacio total, es el tiempo total. Es memoria vivida y memoria pensada; es acto y posibilidad; es azar y necesidad. Es todos los silencios, todos los nombres y todos los verbos. Es inicio y apertura infinita. Por ello, nos dice Eduardo Nicol, cuando se escuchó el sonido de la primera palabra en el mundo, su resonancia debió esparcirse por la entera eternidad del universo.
No hay patria sin lengua, deberíamos saberlo. Porque la lengua es la casa abierta en que habitamos; porque en ella se resuelven todos nuestros dilemas, se crean los más bellos misterios, y también en ella se plantean las más arrojadas y santas blasfemias, así como los más irreverentes desafíos al poder y sus brutales excesos.
En un país que, como el nuestro, ha sido convertido en un inmenso camposanto; en donde, en lugar de vida, la tierra escupe muertos de tantas fosas clandestinas que le han sido implantadas, la lengua puede ser el primer y más duradero bálsamo, y también la más certera ruta hacia la reconciliación y el diálogo fecundo.
La lengua nos llama: en su invocación clama por ser la patria que es y por la patria que aún no tenemos y somos responsables de construir.
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