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Libertad de expresión: ¿quién regula a quién?

El filósofo Emanuel Kant pensaba que la libertad de expresión era irreductible en un Estado donde se gobierna con base en una ley aplicable de manera general para todos. Creía igualmente, que limitar la libertad de expresión, implicaba necesariamente limitar la libertad de pensamiento, pues es en el diálogo público de las ideas, como una persona puede no solo decir lo que piensa, sino también enriquecer sus pensamientos a partir de la deliberación inteligente con los demás.

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Desde entonces y en toda la tradición liberal, teórica y políticamente se ha buscado que en los Estados democráticos de derecho, las libertades de pensamiento y expresión estén garantizadas y tengan el más amplio espectro de protección. De hecho, lo que se busca es que se dé siempre la más amplia interpretación jurídica y reglamentaria a este derecho, al grado que, para algunos autores, es preferible que en el espacio público se den algunos “excesos verbales” antes que dar paso a tentaciones autoritarias de censura o represión de las ideas ajenas.

Lee el articulo: Libertad de expresión: sobrevivir al miedo y la violencia

  • Reconociendo lo anterior, en la tradición liberal hay tres cuestiones que son claras:
  • 1) la libertad de expresión debe estar reconocida y garantizada por el orden jurídico e institucional;
  • 2) esta libertad debe entenderse en el sentido más amplio posible y;
  • 3) como todas las libertades, incluso ésta tiene un límite y no puede tomarse como absoluta.

Respecto del punto tres, existe un consenso relativamente generalizado respecto de que los límites de la libertad de expresión de encuentran en el respeto a los otros, lo cual implica que no es aceptable la difamación o las injurias públicas contra otra u otras personas, menos aun cuando quien las profiere se encuentra en alguna posición de poder; pero también el límite se encuentra en los discursos que niegan a la propia democracia, es decir, los discursos del odio, los fascismos o las pretensiones totalitarias, como sus ejemplos más claros.

El debate sobre el tema se encuentra abierto, ante la suspensión temporal que las empresas propietarias de las plataformas de redes sociales como Facebook y Twitter, impusieron al aun presidente de los Estados Unidos de América, Donald Trump, por la incitación que hizo a la violencia a sus seguidores y que derivó en la histórica ocupación del Capitolio.

Sobre el tema, la mayoría coincide en que, en democracia, puede y debe cerrársele la puerta al odio; y desde esta perspectiva, se encuentra justificada la medida contra Donald Trump. Por lo que se encuentra a debate es, sobre todas las cosas, quién en un Estado de pleno derecho, puede estar facultado para establecer los parámetros de lo tolerable.

La cuestión es mayor, cuando se considera que quien propaga los discursos del odio y la intolerancia es el propio jefe del Estado; es decir, la principal figura responsable de la garantía de la legalidad, es decir, de cumplir y hacer cumplir el orden constitucional, y esto aplica tanto para los regímenes parlamentarios como, sobre todo, para los presidencialistas.

Desde esta perspectiva, la conservación del Estado democrático se convierte en un asunto mayor, porque no puede depender del criterio de empresas privadas, respecto de las cuales no existe ninguna garantía de que no podrían, en algún momento, asumir que sus políticas pueden ser lo suficientemente flexibles como para aceptar la diseminación de la intolerancia, en función de las ganancias que obtienen.

El consenso apunta a la necesidad de que existan órganos autónomos reguladores, integrados por personalidades de la más amplia trayectoria de vida acreditada en la defensa de las libertades; personajes públicos con la solvencia ética y académica suficiente para garantizar a la ciudadanía que podrán actuar en contra de los intolerantes, incluso si éstos, desde liderazgos carismáticos o movimientos de amplio respaldo popular, ejercen algún cargo ejecutivo o de representación popular.

De eso se tratan los juegos de equilibrios y contrapesos en las sociedades democráticas, pues se asume que la libertad no es algo ganado de una vez y para siempre, sino que requiere de la fortaleza institucional suficiente para resistir y contrarrestar los frenéticos afanes de personajes tan nefastos como Donald Trump y el corifeo de autoritarios que pretenden convertirse en autócratas por todo el mundo.

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