La luna flotaba en el cielo nocturno de Roma cuando Amanda salió, hace muchos años, luciendo su juventud como joya preciosa, a vagar por los bares de la ciudad, como lo hacía algunas veces en noche de luna llena, ganándose el sobrenombre de “la loba”, del cual, además, estaba orgullosa. Hasta ahora nunca se había enamorado, parecía no tener suerte con los hombres porque todos huían a las primeras señales de su licantropía. Era una amante demasiado exigente. Pero esa noche conoció a su primer amor verdadero en el “Balas de plata”.
Aquella invitante silueta andrógina de maravillosos vestidos color rojo encendido despertó los instintos predadores de “la loba”, quien se acercó sigilosa a la barra donde esa presencia de fuego bebía whisky; y bastó que a “la loba” le dijera: ¡qué ojos tan grandes tienes! para perder los sentidos. Fue amor a primera vista. Después de beber un poco más, sin dudar, salieron del bar y se internaron en el primer bosque encantado que se les presentó, para amarse ferozmente.
Capítulo más, capítulo menos, la historia comenzó a tejerse. “La loba” y “Caperucita roja” –así llamaba “la loba” a su amor y nunca por su verdadero nombre– vivieron su fábula con una pasión sin ocasos, a través de los días, transformados en meses y luego en años.
Su relación nunca fue fácil; dos seres demasiado diversos en gustos, estilo de vida y también en edad. “Caperucita roja” tenía 20 años más que “la loba”, y aquella noche se encontraba en ese bar no por costumbre, sino porque alguno o alguna, de quien nunca quiso hablar, le había dado cita sin presentarse; señal del destino.
“La loba” en aquella época estudiaba en la universidad y “Caperucita roja” daba clases en una preparatoria. Sus vidas eran tan opuestas como para seguir un único andén y tener las mismas estaciones. Así su amor se volvió furtivo, pero más fuerte y permisivo con los años. Ausencias, algunas breves y otras casi infinitas, luego lejanía cuando “la loba”, al terminar la universidad, comenzó a trabajar como actriz en los teatros de Venecia, logrando un éxito inesperado, y de nuevo locos encuentros, en “La Serenísima”, en las colinas toscanas o en la “Ciudad Eterna”.
La vida siguió su curso natural. “Caperucita roja”, no por decisión propia –todas sus historias terminaban mal–, sino por convicción, se resignó a una vida solitaria y a transcurrir sus aburridos días compartiendo la casa con su abuela; una bellísima villa antigua en la aldea medieval de Ninfa, en medio del Agro Pontino.
“La loba” vivió desenfrenadamente su licantropía por muchos años –aquéllos que aún le restaban de juventud y belleza–, en las noches de luna llena; hasta que conoció a Luca, un empresario teatral que se enamoró perdidamente de ella y la convirtió en primera actriz. “La loba” no estaba enamorada de ese hombre, su corazón pertenecía sólo y aún a “Caperucita roja”; pero ella, fría y calculadora, como las de su especie, aceptó de buen grado casarse con Luca para poder alcanzar sus objetivos de fama y fortuna.
“La loba” le dio la noticia de su matrimonio a “Caperucita roja” insensiblemente, por teléfono, tronzándole el corazón; la única cosa que cambiaría, le dijo, es que los encuentros serían aún más esporádicos y difíciles de concretar. “Caperucita roja” se quedó paralizada del otro lado de la bocina y diciendo: ¡colorín colorado este cuento se ha acabado!, simplemente colgó. Entonces “la loba”, siempre cerebral, pensó que su reacción era normal y que bastaba darle un poco de tiempo para que lo aceptara y se resignara; mientras tanto ella vivió el matrimonio y sus delicias, acompañada por la llegada de la fama.
“Caperucita roja” desapareció en la nada, pero “la loba”, cada vez más hambrienta, la cazaba sin cesar concertando citas clandestinas en teatros, salas de lectura, bibliotecas, librerías y hasta en las misas dominicales; todo inútil porque “Caperucita roja” no se presentó nunca más.
Una tarde en un centro comercial de Roma, Amanda, “la loba”, sorbía la casual espera en una taza de café. Sería la cita número cien si ahora estuviera esperando a “Caperucita roja”, pensaba. Acompañaba a Luca en un viaje de negocios y decidió dar un paseo sola. Imaginaba que hubiera sido posible un perfecto encuentro con “Caperucita roja” en el anonimato de aquel sitio, si al menos le respondiera esta vez…
Era como si en aquel lugar el tiempo no existiera; en efecto, en los centros comerciales no hay relojes, como si se tratara de alejar a las personas de la realidad, haciéndoles perder la noción de las horas, incitándolas a dar más vueltas y así hacer probablemente más compras. Amanda observaba a la gente entrar y salir con los carritos del supermercado, individuos solos y parejas, éstas últimas sus objetos preferidos de observación; todos igualmente perfectos para matar el tiempo analizándolos. Unos rostros felices y otros maquillados de felicidad, pasos perdidos, miradas sospechosas, amantes furtivos, endemoniados con el celular.
Todo esto pasaba por la cabeza de Amanda en las casi dos horas sentada ahí, con sobredosis de cafeína, cuando una mano le tocó el hombro derecho, apretándola delicadamente. Su corazón se detuvo por un segundo, pues ese toque le hizo recordar el modo particular de acercarse de “Caperucita roja”; pero antes de volverse oyó la voz de Luca, estrellándola contra el piso, a la realidad, como una copa de cristal de Murano en mil pedazos, y diciéndole:
– ¡Heme aquí amor!, me desocupé temprano.
Y aún antes de que ella pudiera responder, otra mano le tocó de nuevo el hombro, ahora el izquierdo, con un ligero apretón, y escuchó una voz que disparó:
– ¡Hola “loba”!, soy Giada, que gusto volver a verte…, pero ¡qué ojos tan grandes tienes!, ¿cómo te va?
Amanda, como quien saluda habitualmente a una persona conocida, respondió mecánicamente:
–Y ahora no sólo los ojos, ¡mira que embarazo de siete meses! –dijo tocándose el vientre, y agregó alargando la mano–, te presento a Luca, mi esposo.
Después de dos o tres frases de incómoda cortesía, Amanda le preguntó intempestivamente si se había casado y Giada respondió a su modo, usando proverbios:
– Sabes cómo pienso: “mejor sola que mal acompañada, porque con quien lobos anda a aullar se enseña”.
Y así Giada se despidió secamente, bloqueando todo posible intento de prolongar la conversación, diciendo que tenía prisa porque su abuela, con quien vivía desde hace muchos años, estaba enferma y la esperaba en la cama con la comida que ella salió a comprar.
Amanda y Giada se despidieron de la manera natural en que pueden hacerlo dos personas que desde hace tiempo no se ven y se encuentran casualmente un banal día en un banal centro comercial.
Mientras Giada se alejaba y Amanda la veía alejarse, ambas envueltas en un silencio camuflado por el vocerío del centro comercial, Luca, curioso, preguntó:
– ¿Quién es Giada, de la que nunca me habías hablado? –y agregó burlándose de ella–, pero que extravagantes zapatos, ¿ya viste el color?
– Así es –respondió Amanda suspirando–, un tiempo fuimos las mejores amigas, es extraño para mí oírla llamar por su nombre; yo le decía “Caperucita roja”… Pero ahora veo que de rojo le quedan sólo los zapatos.
*Publicado originalmente como “Licantropia”, en TRATTOLIBERO. Il seminatore di storie. Un tema per due autori. Ed. Trattolibero. Edición núm. 0. Italia 2012. pp.29-31
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