Las naciones necesitan liderazgo para convocar, pero también para coordinar el esfuerzo colectivo en aras de garantizar el mayor bienestar posible para sus poblaciones. A lo largo de la historia, y sobre todo en etapas de crisis, los liderazgos son indispensables porque aportan no sólo claridad de ideas y de rumbo sino, ante todo, de autoridad moral para articular la energía social y canalizarla hacia los mejores fines posibles.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
El liderazgo debe entenderse en este contexto, como sinónimo de ejemplaridad: trayectorias de vida irreprochables, en tanto posiciones de congruencia y de eficacia en la acción pública: de compromiso acreditado con las agendas de mayor urgencia y de mayor relevancia para la construcción de una sociedad de derechos humanos con paz y con prosperidad para todas y todos.
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En nuestro contexto, lo anterior debe comprenderse en clave democrática; porque lo necesario es que surjan y se consoliden liderazgos dialogantes, convencidos de que la pluralidad y la diferencia son las bases insustituibles en una sociedad convivencial, y donde la lógica del mejor argumento y la racionalidad de las mejores decisiones puedan imponerse como rasero de la acción pública.
Un liderazgo democrático sería entonces aquel que se apega a los criterios generales de la Carta Magna y de nuestro orden jurídico, y el que promueve la participación política de la mayor parte posible de las y los ciudadanos. Busca confrontar ideas, antes que imponerlas; busca convencer, antes que someter; busca escuchar, antes que emitir el primer y definitivo juicio; escucha primero con empatía, y después, respetando a las personas, combate a las ideas; privilegia los argumentos y evita en lo posible los adjetivos; intenta siempre hablar con apego a la verdad, y da definitivamente la espalda a las falacias argumentativas.
Un líder democrático debería estar del lado de las víctimas; reconocer que estamos ante la mayor crisis de derechos humanos; que se ha venido gestando desde hace décadas y que hoy no estamos haciendo lo necesario para pacificar y reconciliar al país.
El debate público en México, desde esa perspectiva, está caracterizado por el extravío. En lugar de estar hablando sobre cómo retomar la senda del crecimiento; cómo atajar la inflación en la coyuntura; cómo enfrentar los efectos del cambio climático, la sequía y la inseguridad alimentaria; cómo resolver el problema del agua en las grandes metrópolis, pero también en las zonas rurales más pobres donde no llegan las tuberías; el debate gira en torno a las declaraciones del titular del Ejecutivo, sean relevantes o no.
Peor aún, la apuesta de los partidos de oposición de ha convertido en una especie de esperanza en la catástrofe ajena y lo que se anhela es que Morena se divida, se fracture o al menos tenga escisiones importantes para, entonces sí, aparecer como competitivos en la disputa electoral.
En esa medida, la lucha en los partidos políticos se ha reducido a quién ocupa sus presidencias y posiciones más relevantes para acceder a cargos de elección popular en los “lugares privilegiados” de las listas plurinominales, reduciendo a los ejercicios de construcción de plataforma política y programática en un plano marginal y en los hechos, reduciéndola a uno más de los requisitos a cumplir ante las autoridades electorales.
La cuestión más delicada se encuentra en el hecho de que, a partir de la primera alternancia en la presidencia de la República, lo que se esperaba era el surgimiento de una nueva “era” de debate político. Una carrera partidista dirigida a la formación de las y los mejores cuadros, capaces de enriquecer y renovar sus marcos ideológicos y de visión de país. Pero eso no ocurrió. Las llamadas “escuelas de cuadros” partidistas se convirtieron sobre todas las cosas, en espacios de formación de estructuras de activismo y promoción del voto, y en el mejor de los casos, de espacios para establecer filtros mínimos de conocimiento estatutario para el acceso a candidaturas.
Una democracia sin partidos políticos es un contrasentido; y partidos políticos sin liderazgos legítimos, no sólo a su interior, sino, ante todo, frente a la ciudadanía, representan la fractura de la posibilidad de construir un país que, con base en el pluralismo político, avanza hacia la conquista de más libertades y realización de derechos.
Debe insistirse entonces, que la fortaleza de los liderazgos democráticos pasa por la ejemplaridad en el respeto a la Constitución y a los marcos jurídicos; entendiendo por supuesto que las leyes ni están escritas en piedra ni siempre representan o garantizan el interés general; pero que su modificación y reforma se da a través del ejercicio parlamentario de altura, ganando los debates o, en el peor de los casos, señalando los abusos y las posibles desviaciones del interés general en que incurren quienes comprometen su votación bajo la presión o cooptación de intereses ilegítimos.
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No hay ejemplaridad en el autoritarismo, en la torcedura de la ley, en el uso vulgar del lenguaje para denostar a propios y extraños, en el uso de prejuicios y etiquetas para descalificar a quien piensa distinto; en el abuso del adjetivo fácil, dirigido a la emocionalidad de la masa, pero que en nada abona a la construcción de diálogos edificantes de acuerdos fructíferos para el país.
Queda muy poco tiempo para que dé inicio formalmente el proceso electoral de 2024. Y por eso es urgente, desde ahora, exigir a los partidos políticos la postulación de candidatas y candidatos que garanticen una democracia de calidad. No hay duda: la Constitución los define como entidades de interés público y por ello se deben a las y los ciudadanos, y no a camarillas que se apoderan de sus estructuras de decisión.
Pedir generosidad a las actuales dirigencias partidistas quizá pudiera parecer demasiado. Pero no así la exigencia de responsabilidad en su actuar. Desde ya, las dirigencias de los partidos políticos deberían estar recorriendo al país, identificando a los mejores liderazgos, en el sentido aquí dicho, para buscar la manera de que las y los mejores hombres del país tengan la garantía de que pueden participar políticamente en los partidos, sin las restricciones y condicionantes de los intereses ajenos a los de la Nación.
México no puede seguir atrapado en las lógicas del poder vigentes hasta ahora, privilegiando la postulación de representantes de intereses, altamente populares y con simpatía de la población, pero enormemente ineficaces a la hora de gobernar y de entregar resultados.
Los partidos políticos deben asumir, rumbo a 2024, que la democracia es mucho más que ganar elecciones; que es mucho más que mantener altos niveles de aprobación y simpatía; y que optar por los mejores perfiles puede, en el corto plazo, quizá a tener menos votos, pero a recuperar la autoridad moral de que carecen en su conjunto, y que ha erosionado peligrosamente la confianza ya no sólo en ellos, sino incluso en la democracia como posibilidad de sistema de vida.
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