El secuestro y asesinato de la niña Camila en Taxco, Guerrero, y el subsecuente pandemónium que se suscitó en el linchamiento de los presuntos responsables, que culminó igualmente con la muerte de dos personas más, es quizá el más reciente de los eventos de esa naturaleza, de alto impacto mediático y en redes sociales, del que se tiene conocimiento en México. Sin embargo, no debe dejarse pasar de vista que, en realidad, los linchamientos forman parte de la galería del horror cotidiano existente en nuestro país.
Escrito por: Saúl Arellano
En efecto, de acuerdo con varias estimaciones, en México se tiene un registro, entre los años 2016 y 2022, más de 1,600 linchamientos en el territorio nacional, lo cual da cuenta de la tremenda violencia social acumulada en amplísimas franjas territoriales y donde, bajo la lógica de que lo que rige es la ley de la selva, pareciera que son cada vez más las comunidades dispuestas a responder el horror con el horror, ante la impunidad y la falta de acceso a la justicia.
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Lo anterior es sumamente delicado porque lo que indica es que hay sectores de la población que están ávidos, ya no sólo de justicia, sino de venganza. Porque lo que opera en los linchamientos es precisamente la sed de sangre; el deseo de aniquilación humillante de quien se asume cometió uno o varios delitos, y a quien se considera debe sometérsele a los peores y más crueles tratos con el propósito de llevarle irremediablemente a la muerte.
Estamos ante una tragedia social de proporciones pocas veces antes vistas en México, porque no se tiene registro de una presencia generalizada y masiva de este tipo de eventos en el territorio nacional. Lo cual constituye un foco rojo para todas las instituciones del Estado, pues la violencia puede desembocar en situaciones radicales y posibles masacres, como ocurrió en el enfrentamiento en Texcaltitlán, Estado de México, el 8 de diciembre de 2023, que dejó un saldo de 10 presuntos criminales muertos y tres pobladores, además de una familia secuestrada.
Hay diversos estudios donde se muestra que más allá de la explicación básica de una “violencia espontánea”, ante la inseguridad y el temor generado por la delincuencia, en realidad en México existe una arraigada creencia de que es legítimo hacerse justicia por propia mano; por lo que cabe la pregunta, que sería importante responder, en torno a cuántas personas, ahora, están dispuestas a tomar la justicia en sus manos o bien, a participar de procesos como el linchamiento, si se diera en sus comunidades o colonias.
Por las reacciones que se dieron respecto del caso de Camila, tanto en redes sociales como en medios de comunicación, se puede deducir que habría un porcentaje muy importante de la población dispuesta a linchar a criminales; lo cual es de suma relevancia sociológica, psicológica y jurídica, pues estaríamos hablando de una posible fractura estructural en las posibilidades de construir una cultura para la paz y la justicia.
¿Cómo construir, a nivel de “conciencia ciudadana”, una nueva cultura de apego a la ley; de respeto a la autoridad?; y, sobre todo, ¿cómo construir una cultura de respeto a la vida humana, aún en casos extremos donde ocurren eventos monstruosos como el secuestro y asesinato artero de una niña de 10 años?
Así las cosas, puede sostenerse que, por momentos, la locura se apodera de la actuación colectiva; y por ello urge que el desenfreno total (la hibris de los griegos), se detenga y pueda transmutarse por procesos de exigencia de justicia, de colaboración con la autoridad, y de respeto a los derechos humanos, pues en ello se encontraría la base para una transición civilizatoria hacia la cordura y la concordia.
Pero lo anterior requeriría de una autoridad actuante, auténticamente comprometida con la garantía de la seguridad y la protección de la vida, la integridad y el patrimonio de las personas; y una autoridad intolerante e implacable ante la corrupción, la simulación o la inacción; pero, sobre todo, decididamente represora de la violencia ilegítima que ejercen los criminales.
El problema es que estamos ante una autoridad que vive en el pasmo; es decir, entre la admiración y el asombro que genera la presencia masiva de bandas criminales actuando en todos lados; lo cual se vincula, ya bien con la incapacidad estructural de garantizar seguridad pública; o bien con el efecto corruptor del dinero ensangrentado que utilizan los delincuentes para sobornar, cooptar o incluso para someter a sus servicios a las corporaciones policiacas o a amplios sectores de la procuración e impartición de justicia.
Lo que se vive en nuestro país es intolerable, pues vivir atrapados entre la locura y el pasmo no es para nada la realidad deseable ni aceptable para nadie. Por ello se requiere una discusión renovada que nos saque de la otra locura, la discursiva, que nos lleva de la burla que significa la frase de “abrazos y no balazos”, a la estulticia de señalar que con recursos voluntaristas se habrá de modificar la bizarra realidad caracterizada por promedios de más de 80 asesinatos por día.
México merece vivir en paz. Por ello, lo exigible a las candidatas punteras a la presidencia de la República es que se dejen de recursos retóricos y expliquen con claridad al menos tres cosas: 1) cómo desmilitarizar la seguridad pública del país; 2) cómo combatir y prevenir tanto los delitos cometidos por la delincuencia organizada como aquellos del orden común; y, 3) lo más difícil: cómo construir una nueva cultura de paz, fraternidad y armonía. Nada más, pero nada menos.
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Investigador del PUED-UNAM
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