Nosotros venimos del útero común de donde vinieron todas las cosas, de la Energía de Fondo, de aquel océano sin orillas, del big bang, del bosón de Higgs que originó el topquark, el ladrillo material más primordial del edificio cósmico, pasando por todas las fases de la evolución hasta llegar al computador actual y la inteligencia artificial. Y somos hijos e hijas de la Tierra, o mejor, somos la Tierra que anda y danza, que tiembla de emoción y piensa, que quiere y ama, que se extasía y adora al Ser que hace ser a todos los seres.
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Todas estas cosas estuvieron primero en el Universo, se condensaron en nuestra galaxia, adquirieron forma en nuestro sistema solar e irrumpieron concretas en nuestra Tierra, gran madre, generadora de vida.
El principio cosmogénico, es decir, aquellas energías directoras que conducen llenas de propósito todo el proceso evolutivo, obedecen a la dinámica siguiente, tan bien estudiada por Ilya Prigogine y Edgar Morin: orden, desorden, relación, nuevo orden, nuevo desorden, nuevamente relación, y así siempre de nuevo.
Mediante esa lógica se crean siempre más complejidades y diferenciaciones; en la misma proporción se van creando interioridad y subjetividad en todos los seres hasta alcanzar su expresión lúcida y consciente en la mente humana. Sólo puede estar en nosotros lo que estaba antes en el universo, aun en gestación.
Simultáneamente y también en la misma proporción se va gestando el tejido de relaciones, de intercambios y de interdependencias de todos con todos (tesis básica de la física cuántica de Bohr/Heisenberg) que funciona como un ritornello en las encíclicas del Papa Francisco Laudato Si’ (2015) y Fratelli tutti (2020). Todo está relacionado con todo, en todos los momentos, y en todas las situaciones. Diferenciación/interioridad/relación es la trinidad cósmica que preside el funcionamiento del Universo. Lo normal del Universo no es la permanencia sino el cambio.
Como fruto del tejido de relaciones, reciprocidades y simbiosis existentes en todo, en la Tierra y en nosotros mismos, emerge un nuevo orden que, a su vez, va a seguir la misma trayectoria de desorden, relación y nuevo orden. Mientras estemos vivos estamos siempre en una situación de no-equilibrio en búsqueda continua de adaptaciones que generen un nuevo equilibrio. Cuanto más nos acerquemos al equilibrio total, más próximos estamos de la muerte. La muerte es la fijación del equilibrio y el fin del proceso cosmogénico. O su paso hacia otro tipo de nivel, que demanda un nuevo tipo de reflexión.
¿Cómo se manifiesta esta estructura concretamente en nuestra vida? Primeramente, en lo cotidiano y en lo prosaico. Cada cual los vive a su manera, que comienza con el aseo personal, cómo se viste, cómo toma su café, cómo echa una ojeada al periódico o escucha las primeras noticias por la tv o por la radio, cómo busca su felicidad y cómo se enfrenta a la tarea de la vida mediante el trabajo.
Lo cotidiano es rutinario, gris y con escasas novedades. La mayor parte de la humanidad vive restringida a lo cotidiano, con el anonimato que implica. Algunos son conocidos por primera vez cuando mueren, pues el anuncio puede aparecer en el periódico, si aparece. Es la trayectoria normal de las personas.
Pero los seres humanos también están habitados por la imaginación, llamada por algunos “la loca de la casa”. Ella rompe las barreras de lo cotidiano, permite lo poético y da saltos. La imaginación es por esencia inventiva; es el reino de las probabilidades y posibilidades, de por sí infinitas. Imaginamos nueva vida, nueva casa, nuevo trabajo, nuevos placeres, nuevas relaciones, nuevo amor.
Es de la sabiduría de cada uno articular lo cotidiano con lo imaginario y construir cierto equilibrio en la vida. Si alguien se entrega sólo a lo imaginario, puede estar haciendo un viaje, volar como un águila por las nubes olvidado de la Tierra y, en el límite, puede acabar en una clínica psiquiátrica.
Puede también sepultarse en la rutina de lo cotidiano y de lo prosaico, quedando como una gallina, ciscando o con vuelo rastrero. Entonces se muestra pesado, poco interesante y aburrido.
Cuando alguien, sin embargo, sabe abrirse al dinamismo de lo imaginario y a las oportunidades escondidas en lo cotidiano, vivificándolo con un toque de lo imaginario, su vida se hace una construcción continua y se vuelve una jornada interesante. El efecto pronto se hace notar: empieza sin darse cuenta a irradiar una rara energía interior. De él sale una fuerza misteriosa que se comunica a los otros.
A esta fuerza la llamamos «carisma». Ella es la energía cósmica que vitaliza y rejuvenece todo, la fuerza que hace atraer a las personas y fascinar a los espíritus.
¿Quiénes son carismáticos? Todos. A nadie le es negada la fuerza cosmogénica que mueve, en palabras de Dante, el cielo y todas las estrellas. Por eso la vida de cada uno está llamada a brillar y no a permanecer apagada. Cada cual es desafiado a despertar el carisma escondido en él o en ella.
Pero hay carismáticos y carismáticos. Hay alguno en los cuales esta fuerza de irradiación implosiona y explosiona. Es como una luz en la noche oscura. Puede ser débil pero basta para mostrar el camino.
Se puede hacer desfilar a todos los obispos y cardenales ante los fieles reunidos en un salón, puede haber figuras notables en varios campos de la vida, la mirada de todos se fija en Dom Hélder Câmara. Porque él es carismático. La figura es minúscula. Parece el siervo sufriente sin belleza ni ornamento, pero de él sale una fuerza de ternura unida al vigor que se impone a todos.
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Muchos pueden hablar y hay buenos oradores que atraen la atención. Pero dejen hablar a dom Hélder. Su voz empieza bajito, pero de repente es tomado por una fuerza mayor que él. Hay tanta energía y tanto convencimiento que las personas quedan boquiabiertas. Él, pequeño, frágil y débil, parece un gigante.
Algo parecido pasa con Lula. Déjenlo subir al estrado delante de las multitudes. Empieza hablando bajo, asume un tono narrativo, va buscando la mejor vía para la comunicación. Y lentamente adquiere fuerza, las conexiones sorprendentes irrumpen, la argumentación adquiere su ensamblaje seguro, el volumen de su voz sube, sus ojos se incendian, los gestos ondulan su discurso, en un momento todo su cuerpo es comunicación y comunión con la multitud, que de barullenta pasa a silenciosa y en un momento culminante irrumpe en gritos y aplausos de aprobación.
Es el carisma haciendo su adviento en el político Luiz Inácio Lula da Silva, el emigrante nordestino, el líder sindical, el fundador del Partido de los Trabajadores, el presidente que insertó a millones de personas en la sociedad e hizo que muchos que estuvieron siempre excluidos desde hace 500 años, sintiesen el gusto de ser considerados gente. Las oligarquías jamás admitieron, ni ayer ni hoy, que alguien del piso de abajo subiera al piso de arriba. Hicieron de todo, hasta, con razones ridículas, meterlo en la cárcel durante más de 500 días. El carisma le dio fuerzas para soportar todo y salir más fuerte de lo que entró. No se apaga una estrella que surgió un día.
No sin razón, Max Weber, el gran estudioso del carisma, lo llamó estado naciente. El carisma está siempre en estado de nacimiento y suscita energía en las personas que lo rodean. La función del carismático es la de ser partero del carisma presente en las personas. Su misión no es dominarlas con su brillo, ni seducirlas para que lo sigan ciegamente, sino despertarlas del letargo de lo cotidiano y descubrir la fuerza creadora de la fantasía. Y, despiertas, percibir que lo cotidiano en su trivialidad guarda secretos, novedades, energías ocultas que siempre pueden despertar y conferir un renovado sentido y brillo a la vida, a nuestro corto paso por este planeta.
Somos todo eso: seres complejos y contradictorios, históricos y utópicos, prosaicos y poéticos, en fin, una expresión de la Energía Creadora (Bergson) que en nosotros se hace consciente, hasta el punto de identificar a Aquel Ser que subyace a todas las cosas y que sustenta al universo entero y a nosotros mismos.
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