En su conferencia sobre la pobreza, dictada en la década de los 40 del siglo pasado, Martin Heidegger le atribuye al poeta Hölderlin, un poema en el que dice: “Entre nosotros sólo reina lo espiritual; hemos llegado a ser pobres, para poder llegar a ser ricos”
A partir de esta idea, Heidegger propone que ser pobre significa no carecer de lo no necesario; es decir, a la dimensión material de la pobreza, Heidegger le añade la idea de que la pobreza es, sobre todo, espiritual: no se engaña, sabe que a quien vive el hambre lo daña y constriñe la contingencia de la carencia, pero sabe que es una tragedia, parafraseándole, que aquellos que sobrevivan a la hambruna lo hagan sólo para seguir comiendo.
Desde esta perspectiva, los resultados de la medición multidimensional de la pobreza que recientemente conocimos, son inaceptables por partida doble. La primera de ellas, es la relativa a la magnitud del número de personas que se encuentran en condiciones de pobreza.
¿Cómo explicar que en la que es considerada la 13ª del mundo, el 5º país más megadiverso del planeta y una de las 10 potencias turísticas globales haya más de 53 millones de personas en pobreza?
Más aun, desde 2008 a la fecha, prácticamente ya una década, no hemos sido capaces de generar un proceso sostenido que nos permita romper con la reproducción y permanencia estructural, no de la pobreza, sino de los factores que la provocan.
Hoy tenemos un porcentaje ligeramente menor de población en condiciones de pobreza al que se registró en el 2014, pero en ese año se tuvo la cifra más alta desde el 2008; y en números absolutos, hay una cifra ligeramente superior al número de personas en pobreza que se estimó en el 2012, al inicio de la presente administración.
Sin embargo, si vamos hacia atrás, también en la primera década de este siglo, y en las dos últimas décadas del siglo pasado se repitió la misma historia: breves periodos de recuperación, luego crisis o contingencias de la economía, y con ellas, nuevos procesos de profundización e intensificación de la pobreza, la exclusión social y la desigualdad.
Al ritmo que vamos, consideran algunos expertos, tardaríamos alrededor de 50 años para reducir a la mitad los indicadores de pobreza que hoy tenemos. Los pobres y sus familias no tienen ese tiempo, que es tiempo de tristeza, desolación, enfermedad, dolor y desesperanza.
Y de ahí deriva la otra dimensión de lo inaceptable de la medición de la pobreza porque su construcción viene de una visión, sí contenida en la Ley General de Desarrollo Social, pero por ello misma reducida y acotada a mínimos de supervivencia que atentan en contra de la dignidad humana y que son absolutamente incongruentes con el mandato del artículo 1º de la Constitución, en lo relativo a los derechos humanos y su interpretación y garantía lo más ampliamente posible.
Frente a ello, hay quienes sostienen que no deben modificarse los ordenamientos jurídicos porque se incorporaría a ellos niveles de bienestar y acceso a derechos “inalcanzables presupuestalmente”.
Al respecto debe sostenerse que esa visión es reflejo de una de las principales causas de la pobreza: entre nosotros, a diferencia de lo que exigía el poeta Hölderlin, reina la mezquindad, la codicia, la corrupción; y no lo espiritual en el sentido de una búsqueda, siempre inacabada, de lo mejor de la humanidad para todos.
De manera preocupante, nos estamos convirtiendo en un país de derrotas y derrotados. En un país con millones de víctimas de crímenes perpetrados por unos cuantos, que de manera terrorífica amenazan con dejar de ser minorías clandestinas y acotadas.
Debemos volver a una búsqueda de la excelencia: a los ideales de construcción de un país incluyente, decididamente comprometido con los derechos humanos y capaz de colocarse en posiciones irrenunciables de dignidad y de justicia social de alcances universales y, particularmente, para quienes nunca han tenido acceso a ella.
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