El proceso electoral que está en marcha es no sólo desconcertante, sino, sobre todo, decepcionante. Llevamos un mes de precampañas dirigidas —al menos, eso es lo que establece la legislación electoral— a la militancia de los partidos políticos. Se trata, sin embargo, de una realidad bizarra, pues en las tres grandes alianzas que se construyeron entre los partidos que habrán de contender por la Presidencia de la República, sólo hay un precandidato en cada una de ellas, por lo que, en sentido estricto, lo que se está desarrollando constituye una teatralidad que, lejos de contribuir al desarrollo democrático, lo reduce a la antilógica de la diatriba y las propuestas fatuas
No debe olvidarse, que de acuerdo con la propia ley electoral, los partidos políticos están obligados a promover y a fortalecer a la democracia, no sólo como forma de gobierno, sino como un estilo de vida en civilidad y en un permanente ejercicio de deliberación en torno a las prioridades públicas.
Esperamos pues, de quienes habrán de ser candidatos, su posición respecto a las agendas de mayor urgencia para el país, y al parecer, o no han comprendido o no han querido comprender, que la ciudadanía está cansada de su incapacidad para generar acuerdos de beneficio colectivo, y no aquellos mediante los cuales las élites han logrado la inaceptable híperconcentración del ingreso y del poder político en el país.
Esto lleva a la cuestión de fondo: los partidos políticos han puesto el énfasis en la gobernabilidad, en el marco del juego del poder vigente, pero eso constituye una trampa, porque no se ha dado el paso a una reforma política que permita recobrar la legitimidad de las instituciones del Estado frente a la ciudadanía.
La crisis de representatividad de los partidos políticos es la misma que la del aparato institucional porque no puede dejarse de lado que aún ahora, quien gana la elección gana todo el aparato de la administración pública federal y que aún cuando se tiene una representación partidista plural en el Congreso, ésta no es reflejo de la pluralidad política y cultural del país.
De acuerdo con el Latinobarómetro, 2017, México está ya en el sótano de la confianza y respaldo ciudadano a la democracia y eso no es producto de la casualidad, sino del hartazgo generalizado frente a la corrupción, y todavía más, frente a la inaudita impunidad, garantizada por un sistema político-judicial que todavía no garantiza completa imparcialidad, objetividad y eficacia en la procuración e impartición de justicia.
Así, frente a las calamidades que enfrenta la mayoría: pobreza, marginación, desigualdad, discriminación, segregación social, criminalidad y violencia, la respuesta y propuesta manifestada hasta ahora por los partidos políticos es insultantemente insustancial.
Narra Tucídides que el gran reformador, Pericles, tuvo tal nivel de éxito entre sus pares, por tres razones fundamentales: 1) no era corrupto, y por el contrario, desarrolló una profunda reforma para frenar la degeneración política asociada a la corrupción, 2) entre los mejores, era el mejor orador, no sólo por su elocuencia retórica, sino porque siempre ponía al centro de sus ideas el bienestar del Estado y 3) como líder político, no era un dirigente que “gobernara” a los griegos, sino que “gobernaba junto a los griegos”.
Se trataba de un político con la capacidad de desarrollar de manera cotidiana una práctica pedagógica de lo que es y debe ser un político en democracia: es decir, respaldaba su discurso con un estilo de vida austero en lo público y, totalmente, mesurado en lo privado.
No es exagerado plantear que, en nuestro contexto, eso sería lo mismo y mínimo exigible y esperable de nuestros políticos. Tenemos una democracia de altísimo costo, no sólo por lo que invertimos en ella, sino por los pobres resultados económicos y sociales que nos
dan quienes resultan elegidos. Eso es lo que ya no queremos y lo que, a todas luces es ya, simplemente insostenible.
@MarioLFuentes1 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte