En abril de 1989, siendo presidente municipal de Guanajuato el arquitecto Eduardo Knapp Aguilar –recién estrenado en el cargo–, fui invitado por el ayuntamiento a integrarme al jurado calificador del redivivo concurso de altares para la Virgen de los Dolores. La invitación me la expresó doña Gloria Ávila Martín del Campo, entrañable promotora cultural en nuestra ciudad y ex actriz del Teatro Universitario. Ella me explicó que estos concursos eran regulares en los años cincuenta y sesenta, pero se dejaron de realizar inexplicablemente. Para esa administración era muy importante recuperar la tradición, pues se observaba un creciente abandono de ésta en detrimento de la identidad comunitaria. Pocas familias montaban su altar, y las que lo hacían se estaban alejando del sentido y los elementos originales.
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Por supuesto acepte encantado. Como antropólogo e hijo de historiador, yo profesaba un profundo amor por las expresiones populares de la cultura nacional y regional, además de que en mi infancia había presenciado de cerca el montaje de algunos altares espléndidos, como el de la Funeraria Hernández, propiedad de don Edmundo, compadre de mis padres.
También me había tocado fundar y dejar funcionando un departamento de Culturas Populares en la Secretaría de Educación del estado entre los años 1986 y 1987, que fue el germen del actual Instituto de Cultura. En ese cargo organicé concursos artesanales, de pastorelas, de danza popular y muchas otras actividades. En 1986 coordiné el montaje de un altar monumental en el atrio del templo de San Diego, lo que me dio oportunidad de estudiar esa tradición, y recibir asesoría de especialistas como doña Teresa Pomar, guanajuateña fundadora del Museo Nacional de Artes Populares; también de las etnólogas Lilian Scheffler –también paisana– y de Martha Turok.
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Esto me dio las herramientas de conocimiento para desempeñarme con solvencia ante un grupo creciente de diferentes especialistas –historiadores, artistas, promotores culturales, museógrafos– que doña Gloria fue integrando a los concursos siguientes. Participé en quince ediciones hasta el 2006. Francamente con 46 años encima ya me resultaba excesivo el esfuerzo físico de recorrer callejones empinados y colonias cada vez más lejanas.
La experiencia fue estimulante. En el primer equipo en el que participé los jurados éramos unos pocos, que debíamos recorrer la totalidad de los altares inscritos ante la presidencia municipal hasta el día anterior. Fueron unos pocos los suscritos, creo que como 25, con muy distintas calidades de factura. Fue un inicio tímido, pero conforme avanzaron los años creció el número y la calidad de los altares. Incluso se debió definir tres categorías: los altares familiares, los grupales –de barrio o varias familias– y los institucionales, para que la competencia fuera pareja.
Las familias participantes se entusiasmaban cada vez más, y hubo alguna ocasión en que les pedimos a los mejores que se abstuvieran de concursar –pero que no dejaran de montar su altar–, para darles oportunidad a otros, en particular los de familias que recién iniciaban la tradición. La generosidad fue siempre la actitud de todos los participantes, que se reflejaba en las ceremonias de premiación en el salón del ayuntamiento.
Mi esposa Felisa siempre me acompañó en los recorridos, convirtiéndose en un jurado habilitado. Luego hicimos equipo con Adriana Camarena, con quien yo había colaborado en el rescate de los XX y XXI Festivales Internacionales Cervantinos. Conservo las fotografías de la mayoría de los recorridos, que podré poco a poco a la consulta pública en mi página de imágenes flickr.com/photos/riondal/
Para facilitar la calificación “objetiva” de los altares, diseñé un instrumento que requería que cada elemento del altar fuera evaluado. Ese formato pervivió muchos años, con ajustes, después de que dejé de ser jurado. Eso me llenó de orgullo.
Este concurso es un ejemplo de una política cultural exitosa, con 32 años de realización. En las últimas ediciones en las que participé, las listas de altares superaban el centenar y medio de inscritos. Un éxito. Ya nos habíamos dividido la carga en rutas, con equipos de dos o tres personas, acompañados de fotógrafos contratados por el municipio para documentar todos los altares con imagen y video.
En el municipio o de la casa de la cultura se ha de contar ya con un importante acervo, que sería digno de estudio por parte de algún(a) tesista que tenga ganas de ser creativo y original.
No quiero terminar estos recuerdos sin proponer que al concurso se dedique a la memoria de doña Gloria Ávila portando su nombre. También que se impulse el conocimiento de esos personajes que tanto aportaron al crecimiento cultural de la ciudad de Guanajuato, que hoy vive del turismo, consecuencia de una identidad intangible y un patrimonio tangible que heredamos, fortalecido, de nuestros mayores.
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(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León. luis@rionda.net – @riondal – FB.com/riondal – ugto.academia.edu/LuisMiguelRionda
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