Este mes se cumplieron 10 años desde que se aprobó la trascendente reforma al artículo 1º constitucional en materia de derechos humanos, la cual permitió transitar del paradigma de las garantías individuales, a precisamente, el paradigma de los derechos humanos.
Al respecto, es preciso subrayar que la doctrina de los derechos humanos no es ni una ideología ni una moda, como ha sugerido en varias ocasiones el Jefe del estado mexicano. Y, de hecho, su lectura política debería llevarse a cabo, interpretándole como el “estándar razonable”, para la protección de la dignidad humana.
Pensar a la sociedad desde la estratificación funcionalista del siglo XX, como un entramado organizado en tres clases sociales: alta, media y baja, implica aceptar varios supuestos, entre ellos, que la pobreza es inevitable y que, en todo caso, lo deseable es que la clase media sea lo más amplia posible.
Esta visión implica una trampa, y es la relativa a la aceptación de que siempre habrá un grupo de población excluido o marginado; y que no hay nada que pueda hacerse al respecto.
Esa visión fatalista respecto de la pobreza tiene, sin embargo, en el marco de nuestra arquitectura constitucional, una salida viable y desde luego, realizable en el mediano plazo; y se encuentra precisamente en avanzar decididamente en el cumplimiento del mandato constitucional y reconocer que no hay proyectos individuales o de grupos que puedan sustituirlo.
Porque en la pluralidad política y en la enorme diversidad de visiones que existen en el país, la única plataforma realmente incluyente, y con la capacidad de generar consensos duraderos, es nada menos que la Carta Magna, desde la cual es posible reconciliar las perspectivas que hoy evidentemente se encuentran en pugna.
Desde esta óptica, debe comprenderse que los derechos humanos constituyen un estándar posible y realizable de condiciones de bienestar generalizado. Y que su cumplimiento universal nos permitiría salir de la trampa, tanto discursiva como de decisiones de política pública, de la segmentación social en clases estratificadas en función de ingresos y capacidad de consumo.
Cumplir universalmente con los derechos a la no discriminación, a la educación, a la salud, al medio ambiente sano, a la igualdad entre mujeres y hombres, a una vivienda digna y decorosa, al agua potable, a servicios culturales de calidad, a la alimentación y la seguridad alimentaria, al trabajo y el salario digno, a la seguridad social; el acceso de las mujeres, niñas y niños a una vida libre de violencia, con garantías universales de libertad de expresión, pensamiento y creencias; con acceso pleno a la justicia en los casos en que así sea necesario; y siempre apegándose al principio normativo del Interés Superior de la Niñez, permitiría tener una sociedad de bienestar generalizado donde la división en clases sociales requeriría una revisión conceptual y hasta política profunda.
El consenso político que debe lograrse, consiste en acordar que esos son los objetivos prioritarios del desarrollo; y una vez que se asuma por todas las partes que la responsabilidad política y ética nacional tiene su núcleo central en el cumplimiento irrestricto de la Constitución, el debate que debe seguir, igual con base en estándares de razonabilidad, es justamente mediante cuáles políticas públicas y decisiones presupuestales puede alcanzarse.
Esa es el debate que no se dio en el pasado proceso electoral. Y es una oportunidad perdida que se debe recuperar, porque no podemos seguir siendo una sociedad permanentemente escindida, fracturada y peor aún confrontada mediante debates y posiciones estériles que no abonan al consenso y el urgente acuerdo que requerimos para convertirnos en una auténtica sociedad de bienestar para todas y todos.
Investigador del PUED-UNAM
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Gracias por tu acertado análisis y propuesta de solución institucional de fondo a la desigualdad, pobreza y exclusión social.