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La tragedia de los desplazamientos forzados

El más reciente informe de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos es devastador. El registro histórico de desplazamientos internos forzados por la violencia en el territorio nacional ascendía hasta el año 2020 a 356,792 personas que han tenido que abandonar sus comunidades de origen, ante la amenaza de perder su patrimonio, integridad física e incluso la vida.

Puedes seguir al autor Mario Luis Fuentes en Twitter  @MarioLFuentes1

La cifra es enorme: equivale a la población de ciudades tan relevantes como Gómez Palacio, en la Región de la Laguna en el norte del país, o de Tehuacán, en el estado de Puebla. Que estos desplazamientos se den a causa de la violencia y los conflictos locales, constituye un enorme reclamo y una interpelación ineludible para el Estado mexicano.

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El fenómeno de los desplazamientos forzados es, asimismo, un desafío abierto a las autoridades responsables de garantizar y hacer valer en todo momento al Estado social de derecho. Se trata literalmente de una disputa cada vez menos soterrada, y cada vez más abierta por el control de los territorios, en la cual lo grupos criminales establecen más temerarios y abiertos retos a la autoridad constituida.

Preocupa que, en 2020, de acuerdo con el organismo citado, se haya incrementado de manera considerable el número de personas que dejaron sus lugares de origen en desplazamientos masivos forzados, con un incremento de más del 12% respecto de lo que se registró en el 2019.

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Dado que la violencia se ha recrudecido en distintos estados y regiones del país, es válido suponer que las cosas al menos han permanecido en el mismo nivel, si no es que se han incrementado, o han tenido lugar en espacios donde antes no se estaban registrando.

Sería un error pensar que se trata de un fenómeno aislado, y no colocarlo en el contexto de la desaparición forzada, del control territorial de grupos criminales; así como de problemas estructurales de los gobiernos locales, como la fractura de las corporaciones policiacas, la incapacidad estructural de procurar justicia; y la incapacidad de los Poderes Judiciales locales de actuar con plena independencia, imparcialidad y de forma expedita.

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Sería igualmente un error no considerar que se asocia a la violencia homicida, a la trata de personas, al cobro de piso, la extorsión y otro tipo de delitos que suplantan el legítimo mandato del Estado de gobernar y hacer uso del monopolio de la violencia legítima en su territorio; y que con ello alteran las condiciones mínimas de vida digna y en paz para la ciudadanía.

A la inmensa cantidad de personas que son desplazadas por la violencia armada, se suman aquellas que viven las severas consecuencias del cambio climático y varios de sus efectos: incendios forestales, inundaciones, sequías, pérdida de superficie de playas, desertización del suelo, que impiden el despliegue de prácticas de supervivencia como la producción de autoconsumo.

Como nunca, la presencia de un Estado legítimo y creíble es urgente; pero ello no se va a lograr con la mera presencia del Ejército en las calles. Se conseguirá en la medida en que se democratice a todo el entramado del gobierno, en todos sus órdenes y niveles, y que, de hecho, se asuma el reto de reconstruir una arquitectura institucional legítima, capaz de garantizar los derechos humanos de las personas y de las comunidades.

No debe olvidarse que la mayoría de las personas y familias desplazadas son indígenas; y que a ello subyace el racismo, la discriminación y la exclusión ancestral de que han sido víctimas; por lo que igualmente, el tema debe enmarcarse, simultáneamente, en la lógica de la relación del Estado mexicano con los pueblos y comunidades indígenas la cual no ha logrado transitar hacia una nueva realidad.

Estamos ante uno de los retos más complejos para el Estado social de Derecho; y por ello debe atenderse, no sólo con urgencia, sino con el sentido de prioridad que tiene, pues en ello se juega nada menos que la legitimidad de su presencia y pervivencia.

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