por Juan-Pablo Calderón Patiño
El ganador de la elección presidencial tendrá que delinear una nueva relación con los gobernadores. Mauricio Merino escribió que las cuatro bases del régimen construido en el siglo XX “están quebradas”; una de ella es el federalismo, las otras son la presidencia, el sistema de partidos y el sistema judicial. Ni más ni menos
Desde 1989, cuando llegó al poder el primer gobernador no priista en Baja California, la alternancia partidista en elecciones estatales ha sido una constante. Hoy, solo cinco estados no han vivido la alternancia: Campeche, Colima, Coahuila, Hidalgo y Estado de México.
El indicador, desprovisto de la pasión política, es un reflejo de la caída histórica del PRI, el viejo partido “preponderante”, como lo llamó Pablo González Casanova en su célebre libro La Democracia en México. No es casual que la alternancia naufragara en las últimas elecciones en Estado de México y Coahuila, mismas que han debilitado la confianza en el tribunal electoral.
Pese a que la alternancia ha sido una constante en los estados, muchos de los problemas estructurales, lejos de tener una resolución, se han recrudecido. Enumerar los ejemplos rebasaría este espacio. La alternancia por la alternancia ha dejado una nube en las victorias aliancistas, que, lejos de ser coaliciones de gobierno, se han quedado en coaliciones electorales con fronteras muy endebles entre la propuesta de partido y el programa de gobierno.
Si la aspiración federalista ha sido una utopía en México, los gobernadores han sido actores de poder correlativo al desgaste de la presidencia de la república que en las últimas cinco elecciones disminuyeron los porcentajes de voto, de poco más de 50% a 38% y 33%, como lo representaron las elecciones de Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón Hinojosa. Todo apunta a que el próximo mandatario tendrá un promedio entre esos porcentajes.
¿Qué ha pasado con los gobernadores sentados sobre una mina de oro con una fuente de poder enorme? Pareciera que la República, lejos de alejar la democracia famélica, la recrudece hasta sus costillas.
La alternancia intrapartidaria se daba cuando el PRI como partido hegemónico exigía la cita de los estudiosos de élites políticas: “la circulación de élites”, garantizando la vida del régimen sobre personalismos o cacicazgos.
No es casual que sus primeras derrotas en gobiernos estatales se hayan hecho a partir de despreciar a los candidatos naturales (Ricardo Monreal en Zacatecas, Antonio Echevarría en Nayarit, Pablo Salazar Mendiguchía en Chiapas), facilitando a la oposición nuevas gubernaturas que daban vida al péndulo de la gobernabilidad interna.
Ya sin el “primer priista de la nación” los gobernadores se convirtieron en virreyes en plena impunidad y, sin alicientes del otrora centro de gravedad político, despreciaron a otros grupos y el deslave de la institución partidaria se convirtió en el estandarte de su personalismo, de su cofradía.
Los gobernadores se “estrenaron” con los presidentes panistas en una década en que el gobierno federal disfrutó de arcas llenas con los altos precios del petróleo. Con una casi inexistente rendición de cuentas de los recursos ejercidos, el centro de la política migró de Segob a SHCP, el dispersor del recurso.
La competencia electoral facultó a los gobernadores como “agentes para la operación electoral masiva”, sin importar militancias, como lo ejemplificaron las traiciones de gobernadores del PRI a su candidato en 2006 o de panistas a su candidata en 2012.
El manejo de recursos de los gobernadores y con lealtades (o empleados, desde su ego) en el Congreso de la Unión sometieron a sus estados a una lejana transformación democrática que en lo nacional avanza en derechos humanos, transparencia o rendición de cuentas.
La Conago, que tuvo su germen en el mal interpretado “sindicato de gobernadores”, ha sido un islote frente a la ciudadanía cansada del abuso y la corrupción de gobernadores y exgobernadores que parecen criaturas de las novelas de Jorge Ibargüengoitia.
La ineficiencia de un gobernador puede producir una crisis nacional o internacional; tal es el caso de la violencia. El federalismo y el pacto fiscal (del cual los gobernadores hacen mutis para evitar impuestos estatales) imploran gobernadores responsables, a la altura de la épica institucional y no de confundir al Estado libre con su feudo. Pedir una presidencia que, como en el cardenismo o salinismo, tumbó gobernadores, es otro despropósito. Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte