por Rogelio Flores
I
Decía Ludwig Wittgenstein que los límites del lenguaje que usamos son los límites de nuestro mundo. Es decir, en medida que nuestro lenguaje es más rico, amplio, profundo, diverso y plural, la percepción que tenemos del mundo, de la realidad, e incluso de quienes nos rodean, también lo será. Ampliarlo, en ese sentido, nos permite reasignar significados a los conceptos que conocemos desde siempre; ello nos ayuda a trascender límites, y por tanto, fronteras, nos abre la puerta a ser libres.
Sin embargo, no podemos dejar de lado la existencia de términos pobres, ofensivos y discriminatorios. Estos existen en el habla popular, los medios de comunicación, e incluso en la literatura. Muchos de ellos no sólo son censurables, han pasado a ser acreedores de sanciones y condenas.
Es decir, las prácticas discriminatorias, incluyendo en ellas al lenguaje, son objeto de censura. Para alguien que trabaja con las palabras, como un servidor, existe un temor permanente a la desaparición de las mismas, ya sea por desuso, o por la mencionada censura, aunque esta tenga fundamentos basados en la aspiración a una mejor convivencia social.
La última, si bien es una reflexión que me interesa profundamente, pretendo explorarla en otra ocasión para concentrarme en el tema que nos ocupa: la discapacidad. Sin embargo la uso como punto de partida al relacionarla a un término caído en desuso, y que anteriormente se usaba para definir lo mismo: la invalidez.
Veamos a uno y otro, su alcance, sus límites, sus fronteras. Por invalidez se entiende lo que no es válido y por discapacidad, lo que no es capaz. Ambas, además, se refieren a la imposibilidad de realizar ciertas tareas. Parecen sinónimos, pero no lo son. En la primera, al hablar de algo “válido” interviene el concepto de “valor” y por ello califica a las cosas o a las personas, como entes que “valen” o “no valen”, con la carga peyorativa que ello implica. Regreso entonces a la primera idea de este texto, los límites del lenguaje. No es lo mismo carecer de una capacidad que carecer de valía. Capacidades y valores pueden ser características muy distintas.
II
Es sabido que Miguel de Cervantes Saavedra era manco; Lord Byron, cojo. Ludwig Van Beethoven en algún momento de su vida perdió el oído y Jorge Luis Borges, la vista. Juan García Ponce, pasó casi cuarenta años sin poder moverse, debido a la esclerosis múltiple. Lo mismo que Stephen Hawking, quien padece otro tipo de esclerosis, la lateral amiotrófica. Estos son sólo unos ejemplos de autores que vivieron con alguna discapacidad (Hawking vive aún, y más que escritor es uno de los físicos más importantes del mundo). Sería mezquino, además de estúpido, no reconocer el legado de estos personajes en su justa dimensión, o poner en duda su talento a la luz de sus discapacidades; pero, también sería oportunista y moralmente cuestionable atribuir su genialidad a su condición.
Siempre he creído, y lo digo con todo respeto, que lo que define a las personas son sus acciones, tengan o no las mismas capacidades. Más allá de lo que pensamos o decimos, nos define lo que hacemos, nuestros actos.
A manera de ejemplo, citemos unos cuantos. Cervantes es autor ni más ni menos que de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, piedra angular de la literatura en español, mientras que Lord Byron pasó a la historia como uno de los principales exponentes del romanticismo poético. Beethoven es uno de los genios más grandes de la humanidad y sus obras maestras se cuentan por docenas, aunque algunas fueron compuestas en el silencio. Jorge Luis Borges, por otro lado, elevó el cuento fantástico a niveles de genialidad absoluta, e imaginó mundos hermosos y enigmáticos sumido en la ceguera. Juan García Ponce, en la inmovilidad, escribió una prolífica obra, donde el erotismo era uno de los temas centrales, y Hawking, ni más ni menos, ha descifrado los misterios del universo, surcando el cosmos desde su silla de ruedas, superando cualquier límite.
III
A finales de los años cincuenta del siglo XX un joven universitario llamado Ken Kesey se ofreció como voluntario para un experimento auspiciado por el ejército de los Estados Unidos (con la CIA a la cabeza) sobre los efectos de drogas psicotrópicas en los individuos, principalmente del acido lisérgico, mejor conocido como LSD. Posteriormente, Kesey obtuvo un empleo en el mismo hospital donde fuera conejillo de indias y, siendo testigo del trato que recibían los enfermos por parte de quienes debían cuidarlos, escribió un libro, Alguien voló sobre el nido del cucú, famoso por su adaptación cinematográfica: Atrapado sin salida.
Dicha historia narra, desde el punto de vista de “el Jefe Bromden”, un indio norteamericano que aparentemente es sordomudo y esquizofrénico, los abusos a que son sometidos los enfermos mentales, quienes son aterrorizados por los empleados del hospital, principalmente por la jefa de enfermeras, una diabólica y puritana mujer, quien incluso se impone sobre los médicos, y exige en los enfermos un comportamiento absurdo para su condición.
Muchas son las lecturas que se pueden hacer sobre la obra. Para el caso que nos ocupa, me interesa la siguiente: la criminalización de los enfermos, quienes son violentados en sus derechos humanos al no comportarse de manera “racional”, entendiendo esto último como una categoría arbitraria, no basada en consideraciones médicas ni científicas, sino en lo que los directivos y empleados del hospital consideran como “correcto”.
Parece terrible y lo es. Sin embargo, la crueldad y el autoritarismo representados en la enfermera Ratched, encuentran su opuesto en un personaje: Randle McMurphy, estafador que para eludir la cárcel “se hace pasar por loco” y termina internado en dicho hospital, y quien, por no estar enfermo, es consciente de los abusos e injusticias, mismos que enfrenta de la mejor manera posible: brindándole confianza a los internos, contagiándoles sus ansias de libertad; mostrándoles que su mundo no está tan limitado como ellos creen.
Al termino de la novela “el Jefe Bromden” repara en cuán fácil le es liberarse del sistema de creencias que lo mantiene recluido (injustamente por cierto) y lo hace sin más. Así, retomo lo dicho por Wittgenstein en el primer apartado: si nos esforzamos por dar nuevos significados a los conceptos que usamos; es decir, si ampliamos nuestro lenguaje, nuestra manera de entender las cosas y a nosotros mismos podremos agrandar la distancia entre nosotros y los límites del mundo.•