De acuerdo con el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), al tercer trimestre del 2017, el promedio del ingreso laboral per cápita en México es de poco menos de 1,500 pesos al mes. De acuerdo con el mismo organismo, el costo de la línea de bienestar (que suma a la canasta alimentaria más la no alimentaria), es de poco más de 2,500 pesos mensuales.


La conclusión es simple: el 42% de las personas ocupadas en el país perciben ingresos salariales que no les permiten superar la pobreza; es decir, hoy trabajar literalmente es un ejercicio empobrecedor que nos sitúa en una realidad nacional deplorable: el salario ni es digno ni es remunerador; y por otro lado, trabajar dejó de ser liberador, en el sentido más amplio del término.

Por ejemplo, pensando en Amartya Sen, la libertad de bienestar implica tener acceso a los satisfactores necesarios para poder vivir como se quiere vivir; esto es, la libertad de agencia, o sea, el poderse plantear proyectos de vida, implica por necesidad que haya libertad de bienestar. Por ello el desarrollo humano en México es una aporía, y no deja de ser un anhelo y una búsqueda permanente.

Tenemos entonces una realidad que debe transformarse, pero con urgencia. No podemos seguir siendo un país de “miserables”, un territorio en el que la justicia nunca llega a los pobres, para quienes su condición se ha convertido en destino manifiesto, pues de acuerdo con todos los datos que hay en las encuestas sobre movilidad social del país, quienes nacen pobres tienen mayores probabilidades de morir en esa condición, que de dejar de serlo.

Por el otro lado, la polarización social y económica continúa. Los datos de que disponemos respecto de coeficiente de Gini muestran que no hay una tendencia estructural a reducir la desigualdad; y ahí es donde se encuentra uno de los nudos más difíciles de desatar, pues alterar las condiciones de desigualdad implica alterar las relaciones de poder.

De esta forma, desigualdad y pobreza se convierten en dos caras de una misma moneda: un modelo hiper concentrador, sustentado en un esquema fiscal que beneficia a los más ricos, y que tiene como principal factor de competitividad frente al exterior, ya no las “ventajas competitivas” en el sentido clásico de David Ricardo, sino a un salario que, como ya se vio, es empobrecedor y perpetuador de las carencias.

La inflación —el impuesto más caro, como se dice ya de manera corriente—, se ubica en 6.7% en la medición de octubre del INEGI; y lo peor de este dato es que en los capítulos de alimentos, medicinas y transporte, es decir, los capítulos de gasto más relevantes para los pobres, y a los que dedican el mayor porcentaje de sus recursos.

Hay 4.4 millones de hogares en donde se cocina con leña; hay más de 10 millones de hogares en donde se vive con miedo permanente a que se terminen los alimentos por falta de dinero; casi 3 millones de niñas y niños que trabajan, 90% de ellos en actividades no apropiadas para su edad, así como millones de casos en los cuales se tienen que incorporar dos o hasta tres perceptores por hogar para salir de la pobreza.

A ello se deben añadir otras calamidades: la violencia de género que no termina; la violencia y la ira que sigue desatada en contra de la niñez; la agricultura de subsistencia; los 14 millones de personas que trabajan en el sector informal; casi el 60% de la población ocupada en condiciones de informalidad, y un largo etcétera.

Hay grandes cosas que se han conseguido en el país; pero es mucho más lo que falta por lograr; y en ello estamos atorados; tenemos varias décadas perdidas, cuyo resultado es simple: nos hemos convertido en el país de “los miserables” que nunca debimos ser, y que no debemos ser más.

@saularellano

Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el  30 de noviembre de 2017

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