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Los muertos de nadie

El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), dio a conocer los más recientes datos sobre los panteones en México. Se trata de una estadística de suma relevancia, sobre todo para un país donde los decesos por causas en exceso evitables son una constante, y donde el terror se apodera de cada vez más amplios espacios de la vida pública y comunitaria de México.

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De acuerdo con el Instituto, hay en el país 1,452 panteones públicos en las 32 zonas metropolitanas que tenemos en el territorio nacional. Cifra a la que habría que añadir los numerosos panteones que existe en cientos de municipios “medios”, y que no están considerados en este conteo.

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Hay además un dato que llama poderosamente la atención, y es el relativo a los 226 panteones públicos, donde se tiene registro de fosas comunes en operación, y que, en total, reportan, en esas zonas metropolitanas, un total de 8,032 fosas comunes en operación, de las cuales, 3,877 son individuales, 2,333 son masivas, y 3,179 de las cuales no se tienen especificación.

Es alarmante que, a nivel nacional, no hay una estandarización de procesos ni criterios para normar el funcionamiento, denominación o manejo de las fosas, ni en lo relativo a las masivas, ni a las particulares. De esta forma, una persona que fallece, y cuyo cuerpo no es identificado o reclamado por algún familiar o persona conocida, puede ir a la fosa común después de 3 semanas o más tiempo, dependiendo de la entidad federativa de que se trate, a la fosa común, es decir, lugares de inhumación donde yacen, literalmente, los muertos de nadie.

Estos datos permiten poner en perspectiva la severidad de la crisis forense que se vive en todo el país, pues en medio de la pandemia, pero sobre todo, de la crisis de inseguridad que se vive en todo México, hay instalaciones de los servicios médicos forenses que se han visto desbordadas en su capacidad de almacenamiento de cuerpos (recuérdense los llamados tráilers de la muerte); y esto está llevando a las autoridades de varias entidades federativas, a reducir los tiempos de espera en los que las familias pueden reclamar los cuerpos de sus difuntos.

Preocupa, en ese sentido, que no se tiene claridad de cuántos cuerpos se encuentran depositados en esas fosas comunes; lo cual toma un cariz especialmente siniestro, si se piensa frente a la terrible realidad de las fosas clandestinas que se siguen descubriendo en todo el país.

De acuerdo con el último informe, del mes de abril de 2021, presentado por el Subsecretario Alejandro Encinas, de los 2,736 cuerpos localizados y recuperados de este tipo de fosas, sólo el 37.7% han sido adecuadamente identificados y entregados a sus deudos; esto significa que dos de cada tres permanecen sin identificar (1,704), mientras que los trabajos de búsqueda y recuperación continúan.

Las entidades que mayor número de fosas clandestinas son Jalisco, Sinaloa, Colima, Guanajuato y Sonora. El dato no es casual, pues al menos de un análisis preliminar, se desprende que también son entidades donde operan numerosas fosas comunes en los panteones públicos. Por ejemplo, destaca especialmente el caso de Colima, donde en las zonas metropolitanas de Colima-Villa de Álvarez y Tecomán, se encuentran hay 1,075 de las 8,032 fosas comunes en operación en el país, es decir, el 13.38% del total nacional, en un estado que registra la más alta tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes en México, pero que alberga apenas alrededor del 1% de la población del país.

Así, de acuerdo con el informe oficial sobre fosas clandestinas en México, aún permanecen reportadas como desaparecidas o no localizadas alrededor de 85 mil personas; una cifra escalofriante, por donde quiera que se le vea, pues refleja la magnitud de la tragedia que ha traído la violencia sobre cientos de miles de familias que, o han perdido a alguno de sus integrantes en enfrentamientos, ataques directos, asaltos o feminicidios, por citar solo algunos de los fenómenos terriblemente comunes en nuestra realidad nacional.

¿Cómo explicar, cómo interpretar la vida en un país donde hablar de fosas comunes y fosas clandestinas es una realidad cotidiana? ¿Cuál es el sentido de la vida y del discurrir de la existencia en ella, cuando estamos rodeados de tanta muerte y desolación, que en la inmensa mayoría de los casos goza de una criminal impunidad?

¿Qué significa para nuestra sociedad y para el Estado, que una madre o un padre pueda recibir la llamada de algún vecino, alertándole que una camioneta acaba de subir a su hijo, del cual después de varios años no conoce su paradero? ¿Qué significa que miles de madres, viudas, hermanas, hijas, recorran terrenos baldíos donde se rumora que puede haber cadáveres de personas “levantadas” y asesinadas por el crimen organizado?

¿Quiénes son las personas, de las cuales desconocemos su número, que están enterradas en las fosas comunes de los panteones públicos? ¿Cuáles eran sus actividades antes de morir, tenían hijas, hijos, hermanos, padres? Y, sobre todo, ¿quiénes somos nosotros que miramos este macabro escenario sin poder más que exigir a las autoridades que algo deben hacer para detener esta horrenda mortandad?

Es evidente que estamos muy lejos de poder responder colectivamente a estas cuestiones; y lo que es más: habría que preguntarse también si esas son las preguntas apropiadas, o si debemos exigirnos mayor fuerza para imaginarnos cuáles son las que permitirían comenzar a trazar un sendero de respuesta ante tanta maldad.

Debemos ser capaces de generar soluciones de fondo a estas graves condiciones; pues un país que no es capaz de garantizar ni vida ni muerte digna, es un país fracturado o en ruta de fracturarse, y en el cual, las consecuencias de este tipo de circunstancias pueden ser funestas, tanto en el presente, como en las posibilidades futuras de construir una sociedad de bienestar, solidaridad y cooperación.

Frente a ello, lo preocupante es que todos los datos indican que el debilitamiento de las autoridades municipales continúa; que el crimen organizado está siendo capaz de usurpar, incluso vía la democracia, espacios importantes del poder público, pues su capacidad de veto y de imposición de funcionarios en áreas clave de entidades y municipios, es cada vez más notoria y evidente.

Es impostergable recuperar la capacidad de los gobiernos de hacer vale el Estado de derecho; de proporcionar, por todos los medios a su alcance, seguridad a sus poblaciones, y, sobre todo, de garantizar la no repetición, es decir, que estos horrendos hechos dejen de ocurrir y que haya justicia para las víctimas.

Investigador del PUED-UNAM www.mexicosocial.org

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