El presidente López Obrador, dicen quienes lo conocen de cerca, es un hombre bien intencionado y tiene una genuina preocupación por conducir a México hacia una nueva lógica de bienestar y desarrollo para la mayoría de la población; es una persona de principios y es al mismo tiempo, una persona tenaz en la consecución de los objetivos que se ha trazado
Esa es, en buena medida, una de las razones por las que hoy es presidente de la República; sin embargo, una aprobación del 80% de la ciudadanía, como lo han reportado algunas encuestas, requiere de otras explicaciones, porque lo dicho arriba no alcanzaría para dar cuenta a cabalidad de por qué es tan popular.
Poco se ha dicho de esta manera, y es importante, en aras de la democracia, hacer valer el argumento: el presidente López Obrador es sumamente popular porque es portador de los más profundos anhelos de los mexicanos, pero también de los mismos prejuicios de los que es portadora la sociedad mexicana, y además, los comunica como nadie lo había hecho en las últimas décadas.
La UNAM presentó el año pasado un gran ejercicio demoscópico titulado “Los mexicanos vistos por sí mismos”. Por su parte, el Consejo Nacional para Prevenir y Erradicar la Discriminación, junto con el INEGI, cuentan también con la Encuesta Nacional de Discriminación; el propio INEGI, a través de la ENVIPE y de la ENCIG, ha recogido la opinión de las personas respecto de los niveles de corrupción que hay en el país.
Lo anterior es relevante, porque a partir de esos instrumentos, y de otros estudios cualitativos, es dable decir que entre la población mexicana existen prejuicios como los siguientes:
a) Los “derechos humanos” sólo han servido para defender a delincuentes.
b) Todo el gobierno es corrupto y toda persona dedicada a la política lo es igualmente.
c) La sociedad civil no es sino un club de ricos que se quiere “curar la conciencia” ayudando a los pobres justamente porque son ricos.
d) El empresariado es, por naturaleza, de derecha, depredador, conservador y fifí.
e) La prensa es, mayoritariamente, corrupta, “maiceada” y “maiceable”.
f) Estudiar y tener grados académicos, ya sea nacionales o extranjeros es fifí, y no sirve de nada, lo que sirve es ser “bien intencionado”.
Desde esta perspectiva, el discurso del Ejecutivo, en contra de todo lo relacionado con la prensa libre, con la organización social, con la responsabilidad social empresarial y la filantropía, con la academia de alto nivel y especialidad, y en general, con el ejercicio autónomo de la crítica, no es un invento de López Obrador, sino una poderosa –quizá en algunos momentos también peligrosa e injusta– síntesis de los prejuicios y estereotipos predominantes en la sociedad mexicana.
Por esas razones, el discurso de López Obrador penetra tan fácilmente en el ánimo popular; porque cuando habla de “el pueblo bueno y sabio”, lo que escuchan quienes se sienten aludidos por la frase es algo como esto: “Nosotros, el pueblo bueno y sabio, elegimos al mejor de nosotros para gobernarnos”. Es decir, el discurso del presidente no apela a la racionalidad lógica o técnica, sino a la emocionalidad pura.
Por eso el discurso de López Obrador es impermeable a la crítica racional; porque su estructura es deontológica: no nos habla de su mandato y responsabilidad jurídica y constitucional, sino del mandato ético del cual se asume como depositario, y dirigido a la reconstitución, no institucional, sino moral de la República.
Transformar las dramáticas condiciones de desigualdad y pobreza, la podredumbre institucional y los ríos de sangre que le heredaron las anteriores administraciones, implica, paradójicamente, que el presidente renuncie a una buena parte de su popularidad, y comience a tomar decisiones dirigidas a la transformación institucional del país; sólo en ese nivel puede ser aceptable una nueva República; y sólo así, dejando de ser presidencialista es como podría, eventualmente, pasar a la historia como él se imagina que merece hacerlo.