Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado martes. Concluye el mandato de un presidente sui generis en muchos sentidos: se trata del primer afroamericano en llegar a la Casa Blanca, hecho en sí mismo emblemático; es un académico que antes fue también activista de la sociedad civil; es una persona que proviene de la clase media; y es, además, un personaje laureado con el Premio Nobel de la Paz.
Los resultados que presenta de su gobierno no son nada despreciables, sobre todo si se considera que le tocó lidiar, prácticamente llegando al cargo, con la peor crisis económica registrada en 100 años, y rescatar a la economía norteamericana de lo que parecía ser el detonante esperado por muchos para propiciar la caída del imperio.
Durante su mandato, el costo de los seguros médicos llegó a su nivel más bajo, en términos proporcionales, en los últimos 50 años; se creó la mayor cantidad de empleos en la historia de los Estados Unidos de América; y se logró una importante reducción de la pobreza y la indigencia.
¿Por qué perdió entonces Hillary Clinton la elección del pasado martes 8 de noviembre de 2016? Es decir, más allá de si ganó o no el voto popular, el asunto real es: ¿por qué no consiguió la distribución territorial suficiente como para ser elegida como la primera mujer presidenta de los Estados Unidos? Y la pregunta “espejo”: ¿cómo fue posible que después del mandato de un personaje como Obama haya resultado elegido un energúmeno como Trump?
No deja de ser interesante pensar en la analogía con el Presidente Clinton: luego de un muy exitoso gobierno de ocho años, resultó elegido un personaje que, como George Bush, representaba la antítesis intelectual de Clinton.
Lo que vino después de la presidencia de Clinton fue un desastre: una guerra frontal con Irak, un despliegue militar devastador en Irak, así como la desestabilización del Medio Oriente, cuyos efectos y consecuencias todavía estamos presenciando en una de sus peores etapas. El corolario ya fue mencionado: una de las peores crisis económicas de la historia mundial.
Así las cosas, lo que debería llamar la atención de la clase política es que difícilmente, incluso en democracias consolidadas, los resultados de gobierno se traducen necesaria y automáticamente en preferencias electorales. Esto es, una buena gestión y un presidente sumamente popular, como fueron los casos de Clinton y Obama, no garantizan que sus partidos serán capaces de retener la presidencia.
Para México la lección es más que clara, y puede extraerse fácilmente del mensaje de Obama: la democracia se encuentra amenazada por tres grandes riesgos: 1) la desigualdad, 2) el racismo y la xenofobia y 3) un mal diseño del modelo de desarrollo.
De ahí que la elección de 2018 en nuestro país sea decisiva para nuestro futuro como nación; porque lo que debe ponerse en juego es abiertamente una discusión seria y responsable sobre el modelo de desarrollo que debemos seguir. El debate deberá centrase en cómo reducir la grosera desigualdad que hoy nos caracteriza, y cómo vamos a lograr la erradicación de la discriminación y la intolerancia frente a las diferencias.
Una última lección del caso norteamericano: la autoridad moral de una persona no es garantía de que una sociedad va a actuar con base en la racionalidad y la eticidad que proyecta uno de sus mayores líderes; es decir, si bien Obama representa uno de los personajes políticos que mayor convicción proyecta respecto de los mejores valores de la modernidad, su liderazgo no alcanzó para detener la propuesta de odio y racismo promovida por el presidente electo Donald Trump.
Lo esperable en 2018 sería entonces una convocatoria genuina a la transformación radical del país, a la unidad nacional, a la recuperación de un proyecto compartido por todos. Ante ello, la cuestión de fondo, es quién tiene la autoridad moral para plantear un proyecto así.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 12 de enero de 2016 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado martes.</div
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