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ANTÍGONA EN MÉXICO: LA TRAGEDIA DE LAS MADRES BUSCADORAS

“A los cárteles les pido piedad. No maten no amenacen a las Madres Buscadoras. No queremos justicia ni cárcel, solo arropar a quienes parimos y un lugar donde rezarles”. Este texto se leía en el Ángel de la Independencia el 8 de enero, hace apenas un par de meses. En México han desaparecido más de cien mil personas desde 1964, el 97% de las cuales lo hicieron después de 2006 que inició la llamada “Guerra contra el narco”. Poco ha cambiado desde entonces, las cifras siguen creciendo sin que parezcan causar agravio público. Dejando el aislamiento familiar las mujeres recuerdan y honran a las víctimas: lo personal es político.

Escrito por: Alejandro Sahuí

En el mundo antiguo el espacio privado no tenía dignidad. Ganó reconocimiento sólo con la llegada de la esfera burguesa. El ejemplo de Antígona es emblemático porque concede voz a quien carece de ella por su condición de mujer, lo que amenaza el orden de cosas. El hogar es el espacio oculto que no merece ser oído ni visto: es de las mujeres, la ancianidad, la niñez, la enfermedad y la esclavitud. La virtud es masculina, pero depende del espacio íntimo de la reproducción social, de los ciclos de la vida humana.

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Claudio Lomnitz recuerda el desafío de Antígona a Creonte, comparándolo con la actitud de las madres buscadoras. El rey de Tebas emitió un decreto para prohibir el ritual de entierro de Polinices, hermano de la protagonista acusado de traición. Sin embargo, el caso de México es problemático porque no trata del símbolo clásico del soberano todopoderoso representado por el Estado que aspira a ser reconocido como legítimo.

Desde Max Weber sabemos que la diferencia entre el mandato estatal y el de una banda de ladrones deriva de la autoridad, que se distingue de la nuda fuerza. El ruego de las madres buscadoras exhibe que en nuestro país el Estado no dispone del monopolio de la violencia. La tragedia magnificada de estas mujeres es la historia de un gobierno capturado e ineficaz, sin capacidad de garantizar la paz y la seguridad. Peor aún, de uno que parece haber abdicado de su responsabilidad primaria.

Antígona de Sófocles se estudia en las facultades de Derecho como ilustración del conflicto entre la justicia y el gobierno de los hombres, expuesto a error, arbitrariedad y corrupción. Más allá de la autoridad política está la justicia. Sin la garantía de los derechos fundamentales no hay legitimidad. Las madres, parejas, hermanas de las personas desaparecidas son símbolo de nuestra humanidad frágil y del núcleo común de valores que nos constituyen como sujetos morales.

Si las éticas basadas en el respeto apelan a obligaciones generales, las éticas del cuidado y de la consideración se refieren a nuestra intimidad y singularidad. Hacer sitio a la memoria de las personas desaparecidas es un esfuerzo por reconstruir el tejido social rasgado. Lo expresa en forma magistral Ana Carrasco Conde al hablar de la experiencia de la muerte no desde la soledad sino de la comunidad que la violencia amenaza. Aquí algunas de sus preguntas: “¿qué sucede en una sociedad en la que no se sabe hacer duelo?, ¿hay duelos patológicos en el ámbito comunitario?, ¿qué impacto tiene en el todo la pérdida de un miembro de la comunidad?, ¿es sólo una cuestión ‘privada’ que debe resolver cada uno en su casa?”. Hemos de intentar responderlas como colectividad mirando a los ojos de las madres buscadoras.

Fueron Mujeres-Madres en Argentina, en la Plaza de Mayo el símbolo de la resistencia, la justicia y la verdad, y lo son también en la Rusia de Putin frente al llamado a filas de sus familiares o la ejecución de Alekséi Navalni -parodia cruel de la condena a Polinices. Contra el silencio y el miedo que es una de las pasiones políticas más poderosas, el sexo débil, las mujeres, son la voz de quienes no la tienen más. 

A lo largo de la historia los derechos humanos han sido impulsados por personas y colectivos dañados y excluidos. A menudo se trata de no ciudadanos, privados de voz y derechos, sin acceso al espacio de la política. La disidencia, la desobediencia y la objeción de conciencia como lucha por lo público-común no puede entenderse sin la participación de las mujeres. Tampoco sin su escucha sensible al sufrimiento de otros.

El poder real es comunicativo, decía Hannah Arendt, quien padeció la barbarie totalitaria; vive de la acción y la palabra, de nuestras narrativas y de la posibilidad de contar historias. Le gustaba la metáfora de los comensales alrededor de la mesa -que une y separa al mismo tiempo- para referirse al mundo público. El resto es violencia. Que fuera de la ciudad o polis sólo pueden habitar dioses y bestias lo aprendió de Aristóteles. La política nace de reunir todas las voces, perder una sola es perder el universo entero. Nos lo han enseñado las madres buscadoras.

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