Seguimos mal preparados. Imagen generada con Ai.
En estas semanas de marzo cumplimos cinco años de la pandemia COVID-19. La fecha del 11 de marzo de 2020 corresponde al día que la Organización Mundial (OMS) de la Salud caracterizó de ese modo la propagación global del virus Sars-CoV-2, aunque desde semanas atrás, el 30 de enero, la propia OMS ya había declarado la máxima alerta por la emergencia internacional de salud pública.
Cada quien tiene sus registros subjetivos y colectivos de esos primeros días o semanas de incertidumbre, miedos, ansiedades, precauciones y tantas otras experiencias que marcaron nuestras vidas. Vendrían luego los meses de encierro y suspensión de actividades externas para la mayoría de las personas, y después el progresivo regreso a las actividades, que en algunos casos se prolongaría hasta 2022.
La OMS reporta que en nuestro país el saldo directo y acumulado de fallecimientos por el Covid-19 llegó en marzo de 2025 a 334,818[1], y la Comisión Independiente de Investigación sobre el COVID-19 en México registró 833,473 muertes en exceso al 31 de diciembre de 2023[2], con un impacto rotundo sobre la esperanza de vida, muertes del personal de salud, niños huérfanos, consecuencias educativas, económicas y otras que, al parecer, hemos ido dejando de lado o enterrando en la memoria colectiva.
Las experiencias de la pandemia, sobre todo en sus periodos más intensos, nos llevaron a cuestionar nuestros modos de vida y de desarrollo, y a explorar cambios para aplicar cuando se retomaran las actividades regulares. Se repitió hasta el cansancio que no deberíamos volver a la antigua normalidad en múltiples aspectos de la vida colectiva, pero el tema central fue sobre todo la urgencia de replantear la gestión de la salud pública.
A partir de marzo de 2020 discutimos intensamente si las respuestas de política económica fueron o no las correctas, si había formas de volver más rápido a las aulas, si necesitábamos más servicios de cuidado, y así con diversos temas cruciales, pero lo central era y sigue siendo si nuestras políticas de salud, sus instituciones y prácticas, están en condiciones de enfrentar adecuadamente una amenaza tan intensa como la que vivimos con la pandemia, y también los retos más comunes de prevención y atención de los riesgos sanitarios más convencionales.
Sin embargo, conforme fuimos dejando atrás los momentos más críticos del COVID-19, que sigue entre nosotros y seguirá quizá indefinidamente, las políticas de salud se entretuvieron en sepultar los restos del Instituto de Salud para el Bienestar, el INSABI, un fracaso reconocido pero disimulado, y en emprender una reorganización centralista que sigue manteniendo un sistema que segmenta a la población en dos grandes grupos según su filiación laboral, con una tratamiento excluyente en asignaciones presupuestales y en servicios otorgados, y que reproduce la desigualdad en la calidad y el acceso a la salud.
A pesar de las evidencias presentadas, sobre todo por la Comisión Independiente, que fue atacada públicamente por atreverse a documentar los saldos mortales de la gestión de la pandemia, se sigue tendiendo un velo que cubre nuestro fracaso, primero para enfrentar el COVID-19 y luego para reorganizar el sistema público de salud. Dedicamos más energía y presupuesto a defender unas cuantas obras públicas, como un tren de dudosa utilidad colectiva o una refinería que quizá con el tiempo opere como se debe, que a discutir y financiar una reconstrucción de las políticas y las instituciones sanitarias. Los servicios se redujeron, los gastos privados aumentaron, las consultas en las farmacias se desbordaron, y en 2025 el presupuesto de salud sufrió una nueva disminución, y, en general, la principal urgencia derivada de la pandemia quedó nuevamente de lado.
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Si de algo sirve, deberíamos usar el quinto aniversario del COVID-19 para recordar que aquí sigue y seguirá el riesgo de nuevas pandemias. La preparación ante esa eventualidad debe emprenderse con el fortalecimiento del sistema de salud, su mejor coordinación a todos los niveles y órdenes de gobierno y de estos con la sociedad; la dedicación de los presupuestos necesarios como le corresponde a la principal prioridad de una sociedad, que es la protección de la vida; las mejores capacidades para comunicar adecuadamente a la población las acciones de gobierno; el desarrollo de infraestructuras, equipos y abasto de insumos; acelerar la producción nacional de vacunas, entre otras necesidades que siguen quedando de lado a pesar de la urgencia que debe tener la salud y la protección de las vidas[3]. No tenemos todavía un programa de estado para enfrentar nuevas pandemias, como dice el Dr. Samuel Ponce de León[4].
Celebramos mucho en su momento la oportunidad con la que varias instituciones científicas de otros países identificaron el SARs-CoV-2, desarrollaron vacunas, mejoraron equipos y, en general, respondieron a la urgencia. Fue uno de los grandes motivos de esperanza en medio de la pandemia. La OMS pudo coordinar grandes esfuerzos en la emergencia, y siguió trabajando en un plan para coordinar la acción mundial en las pandemias, pero ahora tiene que lidiar con la ofensiva del gobierno de Trump y con la reducción de sus fondos económicos.
El director de la OMS sostiene que a pesar de las grandes mejoras que se han logrado en estos años, no estamos bien preparados para una nueva emergencia: muchos sistemas nacionales siguen sin reaccionar, las vacunas están mal distribuidas, las cadenas de suministro en los insumos de salud siguen entorpecidas, entre otras dificultades[5]. En pocas palabras: seguimos mal preparados.
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