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Mandar al carajo

Nadie que ostente un cargo de relevancia pública está autorizado a utilizar palabras o un lenguaje ofensivo para referirse a sus críticos. Menos aún, recurrir al lenguaje machista y violento para mostrar quién manda, y para amedrentar a quienes disienten de sus posturas o visiones en torno al estado de cosas en una administración, o a la determinación de prioridades y criterios de toma de decisiones.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

El Diccionario de la Lengua Española define a la voz “carajo”, como un nombre masculino, de origen incierto, y cuya primera acepción es la de: “miembro viril”. Mandar al carajo a alguien tiene, en sentido estricto, una connotación sexual agresiva, que puede matizarse, si se quiere, mediante las otras acepciones que están en el propio Diccionario, en la cual se habla, por ejemplo: de expresar un fuerte rechazo de algo o de alguien; lo cual, en el contexto de la cultura mexicana, no puede desligarse fácilmente de la proyección sexual que tiene.

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Por eso preocupa, y mucho, la ira que con cada vez menor disimulo expresa el titular del Ejecutivo en contra de las personas que no están de acuerdo con sus políticas y programas. Ante la reacción adversa a su decisión de contratar a médicos de Cuba, el presidente sostuvo el sábado 21 de mayo: “Esto tiene a los conservadores muy enojados, pues saben, ¡Qué se vayan al carajo! porque lo primero es la salud del pueblo’’.

Desde la oposición, el hoy presidente ya había mandado “al diablo a las instituciones”; pero las cosas cambian cuando ese tipo de expresiones se profieren desde el poder; porque recordémoslo: es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas; es decir, detrás de sus dichos están tropas y armas; además de la fuerza civil de que dispone a través de la Guardia Nacional y, aún con relativa autonomía, de la Fiscalía General de la República.

La ira presidencial es peligrosa, porque el mensaje que mandó el fin de semana es más que claro: está cerrada toda posibilidad de diálogo y está dispuesto -tomando como referencia sus dichos y acciones-, a ir hasta las últimas consecuencias, con todo lo que esa idea implica, para imponer su visión de país.

Mandar al carajo a cualquier persona implica darle la espalda y establecer un punto de no retorno. Pero peor aún, el mensaje a sus bases más ideologizadas es que es momento “de ir por todo”; que ya no sólo es válido estigmatizar, estereotipar o descalificar. No, a partir de ahora, lo esperable de las y los defensores más radicales del proyecto del presidente será la agresión abierta, los insultos más hirientes y, ojalá no ocurra, otras formas de violencia que pueden llegar al daño patrimonial o al atentado contra la integridad física de quienes se atrevan a oponerse ideológica o políticamente a su proyecto.

Ser demócrata no consiste sólo en declararse a favor de elecciones equitativas, limpias y ordenadas; implica vocación de diálogo y capacidad de escucha; y eso debe reiterarse y exigirse una y otra vez. Por eso mal hacen quienes desde la oposición responden a los insultos con otros improperios. Porque eso implica reproducir temerario círculo de la violencia verbal iniciado e incitado desde la primera magistratura del país.

La mesura debe ser la virtud de quien hace política profesionalmente. Porque la vulgarización y la degradación del ejercicio político comienza con la degradación y la vulgarización del lenguaje.

Por eso, si el presidente nos manda al carajo, la reacción debe ir en sentido contrario: debemos recordarle que no es de buen cristiano -como él se define-, ofender a los otros; que es mandato de su religión, en el ámbito personal, poner la otra mejilla; y que en el ámbito de lo Constitucional, que es lo que auténticamente importa, debe apegarse a lo más preciado para la República: la garantía de la protección de la dignidad humana, y predicar con el ejemplo para construir una pedagogía democrática para la ciudadanía.

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