“Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”, dijo el sacerdote a María de los Desamparados aquella tarde de un Miércoles de Ceniza del cielo cuajado de nubes, en la iglesia de san Sebastián, en Venecia. Después del rito se arrodilló frente a la inquietante figura del santo, aquél que hasta ahora, más que todos, la había envuelto en la más conturbada de las pasiones y el único del cual no había logrado aún saborear las turbias mieles. Y mientras se perdía en la mirada lánguida de la estatua, recuerdos de sus pasadas follie d’amore comenzaron a atravesarle la mente, como las flechas clavadas en el costado del santo.
Recordó su arribo a Carnia, en Portis, envuelta en el misterio. Una noche llegó en una carreta guiada por un hombre de enorme sombrero polvoriento que le cubría el rostro. El patio de una vieja casona, desde hace tiempo deshabitada, se convirtió en su refugio hasta aquel Sábado Santo, cuando entró en la iglesia de san Antonio Abad para besar al Cristo Crucificado. A la mañana siguente, día de Pascua, así como apareció, desapareció, y junto a ella la estatua del santo.
El recuerdo se desvaneció en un parpadeo. Ella aún estaba ahí, arrodillada, perdida en el infinito de la mirada orgásmica de san Sebastián. Un escalofrío le recorrió la espalda y un fuerte relámpago la hizo levantarse de golpe. Abandonó turbada la iglesia y, mientras salía, un viento seductor le acarició las piernas, haciéndole ondear la amplia falda, negra como las alas de un cuervo, y volar el rebozo, blanco como las alas de un ángel. El blanco y el negro, el Bien y el Mal, aquella dualidad que era María de los Desamparados, bella como un cuadro del Renacimiento y dañada como sus sacrilegios.
En aquel preciso instante se desencadenó una lluvia lacerante que para María fue un irrenunciable signo premonitorio. Sí, estaba segura, era la señal por la cual había tanto rogado a san Sebastián, quien ahora, con ese mensaje del cielo, finalmente parecía quererle decir lo que ella se repetía en voz baja, casi tarareando: ven, ven, vente conmigo…
Aquí y ahora es el momento, susurraba María como un conjuro. Empapada y fuera de sí se adentró de nuevo en la iglesia, para entonces vacía, llegando frente al pedestal de san Sebastián y, sin dudar, se subió en una banca aferrándolo por los tobillos. Su delirio, transformado en una fuerza colosal, le permitió bajarlo de sus “Alturas” entero. Encontrándose de frente con aquel santo a escala natural, cruzando las miradas, la sensación fue una mezcla de terror e irresistible deseo.
En esos breves instantes, en los que el tiempo parecía ser elástico, otra flecha de recuerdos la transportó en el tiempo, hasta Real de Catorce, en México, donde entonces la gente del pueblo la llamaba Bella María. Luego de haber llevado al suicidio a tres enamorados desdeñados, así como apareció en un día de lluvia, desapareció en otro día lluvioso, del alba al atardecer y, con ella, el santo patrón, san Francisco de Asís. Los ancianos contaban, a reprimendas del cura, que habían visto al pobre “Charrito” romper penosamente su urna y fugarse tras la Bella María, víctima del mismo sortilegio de los suicidas del pueblo.
En un segundo parpadeo María estaba aún ahí, frente a la mirada de san Sebastián. Lo envolvió apresurada y amorosamente en su rebozo, como a un niño, y escapó con el elegido sobre la espalda, camuflada con la complicidad de la tormenta. Las gotas de lluvia le herían la piel como las flechas encajadas en el dulce costado de san Sebastián. Alrededor no quedaba un alma, todos se habían marchado luego de las primeras gotas y las calles se habían vuelto ríos desiertos. Y ella, la siempre María, Bella o de los Desamparados, se encontraba ahí, huyendo con su amante, a quien se le asomaban las flechas entre el rebozo.
Dos lunas después de aquel rapto, María de los Desamparados escapó a Porcia, donde visitó al santo patrón, san Jorge, que después de un breve cortejo no resistió a tan impetuosa amazona. Y así recorrió los alrededores, de pueblo en pueblo, atraída por nuevos arrebatos amorosos, hasta una noche en que, caminando sin rumbo por las calles de Pordenone, elevó la mirada y se encontró de frente a san Roque, quien, exiliado del edificio que fue la primera escuela pública de la ciudad, ahora se encontraba ahí, refugiado en los muros externos de la iglesia del Cristo.
María, con la punzante imagen de aquella túnica sensualmente alzada hasta la rodilla, vagando por la ciudad, se detuvo frente a una arcada de ingreso donde leyó una frase esculpida que se le presentó como un nuevo presagio: ANCHORA SPERO DI MEGLIO. Sí, porque también María, una vez más, no obstante tantos amantes fieles, “aún esperaba algo mejor”, y Viernes Santo se estaba acercando.
Así, al regreso a su morada, María permaneció en aquella habitación oscura llena de hombres que le habían gustado, cuyas sombras danzaban alrededor, reflejadas en los muros por la tenue luz de un cirio. Después de tomar un baño caliente, llevando puesta la bata azul -que se hizo con la capa de san Jorge-, que se le resbalaba por los desnudos y húmedos hombros, se acercó al gramófono. La aguja corriendo su un disco de vinil comenzó a razgar las notas de una melodía que acompañaba la voz rauca de Paolo Conte: “…Via, via, vieni via con me, entra in questo amore buio, non perderti per niente al mondo, via, via, non perderti per niente al mondo lo spettacolo di arte varia di uno innamorato di te, it’s wonderful, it’s wonderful…”.
Afuera quedaban el mundo frío y la noche; comenzó de nuevo a llover.
*Publicado originalmente como “Maria dei Derelitti”, en TRATTOLIBERO. Anchora spero di meglio. Racconti dell’architrave, de la colección Quaderno di esercizi. Ed. Trattolibero. 1a edición. Italia 2012. pp.23-25.
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