El titular del Ejecutivo federal debe guardar un sano equilibro en su doble papel de ser jefe del Estado y jefe del gobierno.
Una de las tareas más complejas en un país se encuentra en la construcción de instituciones democratizadoras de la vida pública.
Éstas, a su vez, tienen el inmenso reto de consolidarse como espacios de acción ejemplar y como generadores de confianza ciudadana, respecto de sus actuaciones y procedimientos.
Asimismo, la cimentación de un país de bienestar implica precisamente eso: contar con un entramado institucional eficiente, eficaz, pero profundamente ético.
Y en un sistema presidencialista como el mexicano, exige que el titular del Ejecutivo Federal guarde un sano equilibro en su doble papel de ser jefe del Estado y simultáneamente jefe del gobierno.
Esa idea es mucho más complicada de lo que parece, al momento de concretarse en la cotidianidad política. Y es que el tener un Poder Ejecutivo indivisible dificulta una clara separación de sus responsabilidades y límites en uno y otro papel.
Por un lado la jefatura del Estado exige garantizar la preservación de las instituciones, es una tarea de “conservación”. Por el otro, la jefatura del gobierno implica una constante transformación e innovación en el aparato público, que en teoría debe contribuir a lo primero: mantener vigente el orden institucional.
En ese sentido, preocupa sobremanera la respuesta de la Presidencia de la República a la recomendación emitida por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre las estancias infantiles.
Es cierto que es una potestad del gobierno aceptar o no este tipo de instrumentos, pero lo que preocupa es el tono y sentido, pues al calificarla de “aberrante”, recurre a una de las peores falacias argumentativas: la descalificación a priori de quien emite un juicio antes que combatir sus argumentos con otros que muestren su falsedad o invalidez.
Lo anterior se agrava porque en su respuesta, la Presidencia de la República atacó frontalmente la legitimidad de la CNDH al acusarla de ser cómplice de graves violaciones de derechos, respecto de los cuales resulta maniqueo sostener que fue cómplice de encubrimiento y, por lo tanto, “defensora” o “aliada” de delincuentes.
Es en este tipo de casos en que puede dimensionarse el temple de un jefe de Estado, porque su responsabilidad es, como ya se dijo, preservar el sano equilibrio democrático entre los pesos y contrapesos esenciales para el adecuado funcionamiento del orden democrático.
Lo anterior es un asunto mayor, porque en las condiciones de violencia e inseguridad que privan en México, hoy más que nunca se requiere de una CNDH fortalecida y autónoma, más aún frente a la franca militarización de la estrategia de la lucha contra el crimen organizado, pero también de la nueva política de control migratorio.
En México ha costado mucho construir contrapesos al poder omnímodo de la Presidencia de la República, un instituto electoral sin injerencia directa de la oficina presidencial, un instituto nacional autónomo de generación de estadísticas, y un organismo autónomo para defender a los ciudadanos de los abusos del poder fueron justas demandas históricas de la oposición a un régimen controlado en su momento por el PRI, y que sin duda fueron condición necesaria para la democratización mexicana.
En el llamado “régimen neoliberal” pasaron muchas más cosas que las estrictamente impulsadas por la tecnocracia, no todo fue una “noche negra” ni todos los actores políticos fueron corruptos y nefastos. Y en esa historia, contar con la CNDH ha sido relevante porque ha permitido denunciar abusos, excesos y prácticas reprobables.
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Desde esta perspectiva, el Presidente de la República debería mesurar su discurso y comprender que el diálogo público entre Poderes y entre el Ejecutivo, y entre éste y los órganos autónomos, debe desarrollarse con firmeza, pero, sobre todo, con civilidad y cordialidad auténticamente republicanas.
México lo exige así, porque entre los 30 millones de votos con los que López Obrador llegó a la Presidencia hubo numerosos que se emitieron contra el régimen de corrupción, pero también contra el presidencialismo autoritario que después de la primera transición en el año 2000, ningún titular del Ejecutivo ha tenido la grandeza histórica de desmontar.
Mario Luis Fuentes es investigador del PUED-UNAM. Síguelo en: @MarioLFuentes1
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