Las Fuerzas Armadas son, en todo Estado nacional moderno, el pilar fundamental para la defensa de la soberanía nacional, en todo lo que ello implica.
En el caso mexicano, nuestras Fuerzas Armadas han tenido un papel determinante en la conquista de la libertad como nación independiente, luego en la defensa del suelo patrio y, sin duda alguna, en la defensa de la democracia, cuando el usurpador Huerta orquestó el infame golpe de Estado en contra del presidente Madero.
Construir un país de instituciones tomó tiempo luego del movimiento revolucionario y fueron, de hecho, grandes militares quienes gobernaron y dirigieron a nuestro país, a partir de la finalización de la Revolución Mexicana: Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho. Y fueron esos liderazgos los que decidieron, con una lealtad mayúscula, dar paso al poder civil y a la plena institucionalidad del Estado mexicano.
En épocas de paz, el Ejército ha sido ejemplarmente institucional, con funciones sustantivas: apoyar a la población mediante programas sociales; implementar programas de reforestación, sin los cuales la desertización y pérdida de especies sería aún mayor en el país; y qué decir de la protección a la población en casos de emergencia mediante el Plan DN-III.
En las últimas décadas, sin embargo, debido a la corrupción de los cuerpos de seguridad pública, y a la incapacidad de las autoridades federales para crear corporaciones policiacas eficaces en el combate al crimen común y organizado, las Fuerzas Armadas han sido sometidas a una presión inédita, al haberles encargado, sin un marco jurídico apropiado, sin capacitación y, en ocasiones, con instrucciones contradictorias, la lucha contra el narcotráfico.
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En la nueva administración, en el reconocimiento de que las únicas instituciones confiables son el Ejército y la Marina, se les han encargado también tareas inéditas: construir caminos, refinerías, el nuevo aeropuerto internacional y hasta distribuir combustibles; se les ha encargado, también, nada menos que la formación de la Guardia Nacional, y mantenerse en las calles en patrullajes coordinados con autoridades municipales y estatales.
Hoy tenemos a un Ejército sobreexpuesto a riesgos mayores, una vez más, con instrucciones que, al menos públicamente, no quedan del todo claras; y que, más allá de lo plausible de evitar que el Ejército reprima a la población, escenas como la de Michoacán, en la que un grupo de efectivos fue retenido y humillado por un grupo de delincuentes, provocan indignación generalizada y exigencia de “mano dura”.
Es cierto que en estos años ha habido excesos inaceptables: desde casos de tortura hasta posibles ejecuciones extrajudiciales, que constituyen una fractura mayor en un Estado que es incapaz de garantizar justicia eficaz con pleno respeto a los derechos humanos para toda la población.
Pero no debemos engañarnos; aun con sus enormes capacidades y su vocación de servicio y lealtad a la patria, el Ejército no puede sustituir al entramado institucional; las Fuerzas Armadas no pueden, simplemente, cambiar de uniforme y transformarse en policías civiles; y mucho menos puede pretender alterarse la vocación militar que es muy distinta a la vocación policial.
Se ha dicho desde hace muchos años: no puede exponerse al Ejército a la posibilidad de que sus efectivos, mandos medios e incluso algunos superiores sucumban a la corrupción o a la deslealtad. Porque si eso llega a ocurrir, entonces recuperar al Estado nacional para que sus instituciones realmente respondan a la ciudadanía tendrá un costo sumamente elevado.
Es cierto que en los momentos de mayor crisis las Fuerzas Armadas constituyen “la última línea” para la defensa del Estado, pero lo es también que la crisis no puede convertirse en normalidad, porque se corre el riesgo de militarizar a las instituciones del Estado, con la involución democrática que ello implica; o peor, se abre la posibilidad de la captura del Estado, y eso es algo que ya ha ocurrido en otros países, con resultados que aquí de ningún modo queremos ver.