por Mario Luis Fuentes
Los datos oficiales disponibles permiten sostener que en México es tal el nivel de vulnerabilidad en que se encuentran millones de personas, y tal el nivel de desarticulación del mercado laboral, que siempre es más probable que una persona de clase media se convierta en pobre, que en una de altos ingresos.
En este contexto, la idea de que somos un país mayoritariamente de clases medias resulta sumamente cuestionable. Los resultados de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del IV trimestre del 2012 no dejan lugar a dudas: de los 50.63 millones de personas que integran a la Población Económicamente Activa, hay 2.49 millones de desocupados; 4 millones no perciben ingresos; 6.34 millones perciben menos de un salario mínimo al día; mientras que 11 millones perciben entre uno y dos salarios mínimos.
Lo anterior significa que el 47% de la PEA se encuentra en una situación de ingresos sumamente precaria, pues el no recibir un salario, o bien ganar menos de 122 pesos al día, implica que no se está en posibilidad, aun desarrollando actividades productivas, de escapar de la pobreza.
Desde la óptica weberiana las clases sociales en general y, las clases medias en particular no deberían ser caracterizadas únicamente por su nivel de ingresos. En efecto, además de percibir ciertos niveles salariales, la construcción del imaginario de lo que significa pertenecer a las clases medias implica cierto nivel educativo, contar con prestigio social derivado de la actividad social o profesional, así como asumir ciertos estilos y patrones de vida, incluida una actitud crítica frente al poder, así como tendencias de consumo cercanas a lo que podría considerarse como la alta cultura.
Esta concepción de clase media desnuda el despropósito de suponer que, con base en el acceso a ciertos bienes y servicios públicos, las personas y sus familias podrían ser consideradas en sentido estricto como parte de las “clases medias”.
Lo es más aún si se consideran las concepciones desarrolladas por la Sociología norteamericana a partir de los años veinte del siglo pasado, que propone como una de las características centrales de la clase media es su posibilidad de “ascender” en la escala social, es decir, quien tiene las oportunidades suficientes para acceder a procesos de movilidad social ascendente.
En medio de este debate, esta edición de México Social está dedicada a poner en cuestión la idea, intencionadamente enarbolada por numerosos académicos e intelectuales, relativa a que basta con tener acceso a la televisión, la radio, una computadora personal, agua, energía eléctrica y drenaje, para que una persona pueda ser considerada como un miembro de la clase media.
Lo que estaría en todo caso a discusión sería si efectivamente el reto de nuestro país se encuentra en convertirse en un país “clasemediero”, o antes bien, en uno en el que todas las personas, desde el nacimiento hasta la muerte, tengan garantizados los derechos sociales consagrados en la Constitución.
Suponer lo otro es de algún modo aceptar la inevitabilidad de la pobreza, pero además la justificación implícita de la “naturalidad” de la desigualdad, ambas posiciones inaceptables, si lo que se piensa es en la urgencia de construir un sólido Estado social de derecho, en el cual la democracia esté cimentada en un amplio espectro de bienestar.
Es de destacarse que los artículos que aquí se presentan son extractos de los resultados del Seminario sobre Clases Medias que se desarrolló en el marco de las actividades del Programa de Estudios para el Desarrollo de la UNAM (PUED-UNAM), mismo que coordinó el Dr. Fernando Cortés, agradezco al seminario por la confianza depositada en México Social para ser el medio a través del cual se divulguen estos trabajos.•
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