Según notas y reportajes de diarios y revistas recientes, sobre todo la de primera plana de El Universal del domingo 8 de agosto, los partidos que no militan en la coalición que encabeza el Presidente López Obrador preparan una profunda reforma electoral constitucional.
Puedes seguir al autor Sergio González Muñoz: @ElConsultor2 , gsergioj@gmail.com lvazquezto@guanajuato.gob.mx
Afirman, entre otras cosas, que para fortalecer al INE hay que mandar al gobierno tanto las atribuciones nacionales del Instituto en materia de registro electoral y credencial para votar, como las relativas al modelo de comunicación política, mediante el que los partidos y sus candidaturas tienen acceso gratuito y equitativo a la radio y la televisión.
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Otro tema que resulta sumamente vistoso es la propuesta, también anunciada como parte del paquete de reforma electoral de la oposición, de instaurar la segunda vuelta electoral en la elección presidencial.
Ese sí que sería una innovación de carácter superlativo y hasta necesaria en nuestro sistema de gobernanza electoral. Esto es así porque considero que el triunfo arrollador de AMLO en las urnas en 2018 es una convergencia atípica de circunstancias difícilmente repetibles.
No le quito méritos al Presidente; de ninguna manera. Encabezó la indignación social contra el régimen y su propia personalidad y propuestas de campaña fueron en verdad decisivas.
Con todo y la re-oxigenación del sistema político entero que significó el arribo mayoritario de Morena a los principales espacios de poder, el sistema electoral debe estar preparado para escenarios de resultados presidenciales apretados de nuevo porque parecería que esos equilibrios son los que ordinariamente presencia el país.
Sin embargo, hay que recordar el año 2000, cuando el candidato ganador (Fox) quedó a 6% de su más cercano competidor (Labastida); el año 2006, cuando el ganado (Calderón) obtuvo una ventaja de solo 0.58% sobre el otro aspirante (AMLO); y el 2012, en el que el triunfador (Peña) obtuvo 6% más votos que el segundo lugar (AMLO).
Un estudio recientísimo de Cynthia McClintock, publicado por la editorial de la Universidad de Oxford, intitulado “Reglas electorales y democracia en América Latina”, dice exactamente eso.
Empieza recordándonos que resultados estrechos en elecciones presidenciales generaron golpes de estado o cuando menos gran inestabilidad política en Latinoamérica hace 50 o 60 años. Así fue en Chile en 1973, cuando Allende, justo 3 años antes, había obtenido apenas 36.6% de los votos, mientras que sus competidores, 35.3% y 28.1%, respectivamente. Algo similar sucedió por las mismas razones en Brasil 1955, Perú 1962, Argentina 1963, Ecuador 1968 y Uruguay 1971. La lección fue entonces que ese tipo de márgenes de victoria tienen un costo enorme de legitimidad política para el ganador.
Aunque Francia fue la primera democracia del mundo en adoptar la segunda vuelta electoral presidencial en 1958, el primer país latinoamericano en hacerlo fue Costa Rica en 1970. Según un conteo de 2016, 12 de los 18 países de la región practican ya este mecanismo.
Un dato más: desde 1970, cada país que ha adoptado una nueva constitución ha abrazado la segunda vuelta, con excepción de Nicaragua 1987 y Venezuela 1999.
La mayoría de esas democracias latinoamericanas (Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, Perú, República Dominicana y Uruguay) seleccionaron un umbral alto: para ganar en la “primera” vuelta, se requiere un triunfo electoral de 50% más un voto.
Argentina y Bolivia, al menos hasta 2009, prefirieron un umbral menor: para ganar la primera vuelta el triunfador necesita entre 40% y 50% de los sufragios, pero dependiendo de la diferencia de votos con el segundo lugar. Otros 5 países (Honduras, México, Panamá, Paraguay y Venezuela) siguen usando la tradicional mayoría relativa.
En el mundo, la segunda vuelta presidencial es la predominante. Durante los años cincuenta, el sistema de mayoría relativa, el que usamos todavía en México, se usaba en más del 50% de los comicios y la segunda vuelta se usaba en menos del 10%. Entre 2000 y 2011, la mayoría relativa presidencial se usó en menos del 30% y la segunda vuelta en cerca del 60%.
Ahora bien, en 2016, entre los países clasificados como democracias electorales por Freedom House, contaban con segunda vuelta el 75% de los países de América Latina, el 88% de los de África subsahariana, el 86% de los de Europa y el 63% de los de Asia-Pacífico.
Para entender mejor el fenómeno, McClintock entrevistó legisladores de varios países (principalmente de Chile, Perú y México) y encontró que en los primeros dos, que ya cuentan con segunda vuelta, los resultados fueron abrumadoramente favorables a este tipo de elección presidencial. En nuestro país se constató un gran apoyo a la segunda vuelta, a pesar de no contar con este sistema electoral aún.
De los legisladores mexicanos entrevistados, 44% prefirieron la segunda vuelta y 41% el sistema de mayoría relativa. Estos resultados parecen muy similares a los que arrojó una encuesta de 2007 del periódico Reforma a Diputados Federales mexicanos, en la que 53% prefirieron segunda vuelta y 47% mayoría relativa.
Por otro lado, mientras que las críticas a la segunda vuelta fueron menores en los países que la practican, en los países que usan la mayoría relativa las quejas en su contra fueron muy comunes.
En nuestro país, revela la autora, dos expresidentes, Fox y Calderón, la criticaron y el hoy Presidente López Obrador hizo lo propio en Washington, DC, en octubre de 2011 en un desayuno privado en el Centro Woodrow Wilson.
A diferencia del entusiasmo de los políticos por la segunda vuelta, los estudiosos del tema se mostraron escépticos. Su principal argumento: si bien la mayoría relativa inhibe la proliferación de partidos políticos (en México no ha sido así), reduce, sin embargo, los riegos de candidatos anti sistémicos (“outsiders”) y los riesgos de parálisis institucional por enfrentamientos entre el ejecutivo y el legislativo (que de todos modos sucedía en México al menos desde 1997).
No obstante, McClintock alega que para las democracias latinoamericanas la segunda vuelta es superior a la mayoría relativa, pues entre otras cosas, abre la arena política a nuevas expresiones, baja el umbral de acceso a una competencia real en elecciones presidenciales y al mismo tiempo asegura dos cosas de vital importancia para el sistema político entero: apoyo mayoritario (y por lo tanto, legitimidad política y social) al triunfador, mientras que éste deberá haber adoptado posiciones ideológicas y programáticas más centristas (o menos radicales) para ganar y gobernar.
Me parece que aceptar, por fin, celebrar un diálogo abierto sobre las instituciones, normas y procedimientos de la segunda vuelta presidencial tendría más ventajas que desafíos respecto del sistema actual de mayoría relativa, si bien habría que imponerle acotaciones muy mexicanas, tantas veces propuestas, desechadas y/o pospuestas por nuestro órgano reformador de la Constitución. Se trata de un tema sobre el que tenemos que abrir un debate serio, sereno e informado.
¿Por dónde empezar? Leer completo el texto de McClintock, naturalmente; el de Gema Morales Martínez y Gerardo Romero Altamirano, coedición de Tirant Lo Blanch y el Instituto Electoral de Querétaro, intitulado Segunda Vuelta Presidencial: una experiencia Global (2020); así como la iniciativa de la Senadora Beatriz Paredes Rangel (PRI) del 10 de diciembre de 2019.
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