por Gerardo Leyva
En relación con la caravana de migrantes, hemos visto multiplicidad de argumentos en redes sociales que plantean cosas como que: a) la entrada de migrantes ilegales a nuestro país es algo que habría que detener porque la aplicación pura y dura de la ley debe primar sobre nuestros mejores reflejos humanitarios; b) la entrada masiva de extranjeros indocumentados es una invasión silenciosa que significa una afrenta a la soberanía nacional, y c) en México ya tenemos demasiados pobres como para que pensemos en dejar que más personas en esa condición se sumen a la población del país
Sin embargo, las cosas no son así porque: 1) no nos están «invadiendo», es decir, nuestra soberanía no corre peligro; 2) ser humanitarios habla mejor de nosotros como sociedad que ser legalistas (sobre todo cuando el legalismo tiene un trasfondo de xenofobia y racismo), y 3) no tenemos que darles de comer o mantenerlos, solo tenemos que darles oportunidades de trabajo, o mucho menos que eso, de libre tránsito.
No se trata de quitarle un pan de la boca a un mexicano pobre y dárselo a un hondureño pobre. Con un mínimo de garantías, el hondureño pobre puede trabajar para generar su propio pan. Ahora que sí los que tenemos más podemos darle algo a alguno de los dos, estaría estupendo. Pero nadie nos está exigiendo eso.
Todos los días cruzan muchos, muchos migrantes por México, nomás que lo hacen por separado y no son noticia. Hay que ver las estadísticas: cientos de miles de centroamericanos entran y salen de México todos los años. Cientos de miles aportan cada año al PIB de México; nuestro hípsterfresa café «Chiapas» del Starbucks tiene mucha mano de obra centroamericana. La realidad no requiere de la televisión para existir.
La economía de la migración no es como un six de cervezas en el que «si tú tomas una hay una menos para mí»; es más parecida a una fiesta de traje, donde cada uno llega con su itacate, unos con poquito y otros con mucho, pero que entre todos arman una mejor fiesta. Si parte de esos extranjeros decidieran quedarse y sumase a la economía de México, esta será más grande. Nadie pierde nada.
Pensar que no queremos más de ellos porque son extranjeros es olvidar que antes que extranjeros son personas. Es un pensamiento muy tribal. Peor aún: es Trumpiano.
Si no los queremos aceptar porque son pobres estamos implicando que los pobres nuestros no deberían andar por la vida teniendo hijos (¿se darán cuenta de la barbaridad que significa esta implicación?). ¿Será que no los queremos por ser indígenas o ser mestizos o negros o porque hablan distinto de nosotros? (¡¿En serio seremos capaces de tanta mezquindad?!).
No nos hacen ningún daño y nosotros les podemos hacer algún bien. ¿Por qué querríamos privarnos de ser un poco generosos como país? ¿Por qué querríamos ser incongruentes con lo que pedimos para los mexicanos en Estados Unidos?
Migrar por necesidad implica grandes costos económicos, físicos, de seguridad y emocionales para quienes lo hacen. Es de una enorme crueldad criminalizar una situación ya de por sí desesperada.
La realidad que esa gente vive es cruda, mucho más cruda que los argumentos legalistas. No está bien desdeñar a esas personas, cuyo único crimen es haber “elegido” un país y unos padres pobres para nacer (obvio, nadie elige eso, y por eso mismo no es algo recriminable).
Nosotros podremos ser cuadradamente legalistas y nacionalistas y cerrarles las puertas, pero también podríamos ser más que eso. Hagamos a México moralmente grande. De nuevo, de nuevo y otra vez. Nos haría bastante bien. No le tengamos miedo a ser buenos. No duele.
Gerardo Leyva Parra, Economista.