En 1998 Centroamérica fue devastada por el Huracán Mitch, considerado como uno de los meteoros más destructivos de la historia moderna. Su impacto dejó al menos 22 mil personas fallecidas, y pérdidas económicas estimadas en alrededor de seis mil millones de dólares.
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Desde entonces quedó claro que los efectos del cambio climático en los países con menos capacidades serán siempre mucho más devastadores que en aquellos con mayores recursos de resiliencia. Y, sobre todo, que el curso de desarrollo estaba condenando a los más pobres a vivir, una y otra vez los efectos del proceso de transformación climática más severo de los últimos 12 mil años.
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De acuerdo con datos del Migration Policy Institute, la migración de Centroamérica hacia los Estados Unidos de América se ha incrementado aceleradamente. En efecto, entre 1980 y 1990, se estima una migración de aproximadamente 1.13 millones de personas; entre 1990 y el año 2000, el total de personas de origen centroamericano en nuestro vecino del norte creció a 2.026 millones; entre 2000 y 2010 la cifra llegó a 3.53 millones; mientras que para el 2019 se estima que se ha alcanzado un total de 3.78 millones.
Lo anterior se ha agudizado en los últimos dos años, sobre todo a partir de los efectos de la pandemia, que igualmente todas y todos los expertos subrayan que es producto de la destrucción y alteración de los ecosistemas.
México ha sido históricamente el territorio de tránsito de estas personas; sin embargo, también hemos sido la opción para muchos de ellos. En efecto, de acuerdo con el Censo de Población y Vivienda, en el país hay poco más de 132 mil personas de origen centroamericano y de El Caribe con residencia legal.
Sin embargo, diversos especialistas señalan que, por cada uno de ellos, habría al menos cinco adicionales que han arribado en los últimos meses en las diferente solas migratorias y que están a la espera de la resolución de su estatus migratorio, tanto aquí como en los EEUU.
Desde la década de los 90 del siglo pasado, se han impulsado diferentes estrategias de desarrollo regional, buscando generar soluciones estructurales que permitan reducir la migración forzada de esos países. Pero en todos hay una falla estructural. Pues más allá de pretensiones injerencistas, lo cierto es que no habrá una integración y un desarrollo sostenible regional sin que haya un definitivo tránsito a la democracia y al fortalecimiento institucional, tanto en México como en los países centroamericanos.
Suponer que sólo mediante inversiones o la “exportación” de ciertos programas sociales se va a detener la migración resulta a todas luces equívoco, pues en naciones como El Salvador, uno de los principales factores de expulsión, además de la pobreza, es la violencia; ahí, la tasa de homicidios, aunque reporta tendencias a la baja, en 2015 se situó en 105 víctimas por cada 100 mil habitantes; y en 2019 en 52. Para dimensionar el nivel, en México la tasa de 2019 fue de 29 por cada 100 mil.
Por su parte, en Nicaragua el gobierno autoritario de Daniel Ortega está generando una nueva época de violación a los derechos civiles y políticos más básicos, que impediría una lógica de cooperación importante, sin contribuir al menos indirectamente al fortalecimiento de un régimen con características cada vez más dictatoriales.
Las condiciones de esos países, comparadas con las de Costa Rica y Panamá son, por decir lo menos, contrastantes. Lo cual evidencia la enorme complejidad que existe para construir una nueva etapa de entendimiento, cooperación y estrategias compartidas de desarrollo para la región.
La cuestión es entonces cómo podemos repensarnos frente a las naciones de Centroamérica, y cómo puede avanzarse hacia una nueva lógica de fortalecimiento de la democracia. Se necesita el cumplimiento integral de los derechos humanos y de un nuevo curso de desarrollo, que se sustente en el pluralismo democrático; y en la comprensión de que el futuro depende de transformar a nuestra región de manera sustentable.
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Frase clave: México frente a Centroamérica
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