El Estado mexicano se enfrenta hoy ante la caravana migrante, a una definición trascendental que habrá de determinar en buena medida el futuro de la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Más allá del pragmatismo y de las voces que llaman a “cuidar por sobre todas las cosas nuestra relación con Estados Unidos de América”, lo cierto es que México cuenta con una tradición de política exterior —la cual incluye los temas de la migración internacional—, sustentada en el valor de la solidaridad con los perseguidos o vulnerables de otros países, pero también en el principio de la dignidad nacional.
Sorprende observar que, ante el éxodo de la pobreza centroamericana, hay amplios sectores de la población nacional que sacan a relucir expresiones racistas, xenófobas y estereotipantes, respecto de quiénes son y por qué quieren cruzar el territorio nacional, las personas que hoy huyen de las condiciones de violencia, desigualdad y marginación que se vive en sus naciones.
Es, justamente, en estos momentos de polarización e insidia, que un Estado debe tomar decisiones definitorias de nuestro carácter nacional y en esa lógica, lo esperable es que la posición del equipo de transición apunte a una solución sustentada en la perspectiva de los derechos humanos, y que se apegue a los principios de solidaridad y dignidad nacional ya mencionados.
Desde esta visión de las cosas, lo inaceptable sería que el Estado mexicano se doblegue ante la presión norteamericana; que claudique a su capacidad soberana de determinar a quién sí y a quién no recibe en su territorio y, sobre todo, que acepte la denigrante posición de ser el “patio trasero” de Estados Unidos de América, amén de aparecer ante la comunidad internacional como “el perro guardián” de sus intereses y posiciones.
México no le puede dar tampoco la espalda a su historia. Ya hemos recibido en otros momentos a miles de inmigrados, que en su mayoría nos enriquecieron e hicieron de la nuestra, una nación humana y generosa que defendíamos y enseñamos a defender desde las ceremonias cívicas a nuestras niñas y niños en la educación pública.
Si algo llevó a la sociedad mexicana a votar masivamente por López Obrador fue el hartazgo ante la corrupción, pero también la conciencia de que vivimos en un país en el cual se incumplen de manera generalizada los derechos humanos y, particularmente, los derechos de las niñas y los niños, así como también los derechos de las mujeres.
En sentido estricto, si nuestro país se apega a los principios y mandatos de la Convención de los Derechos del Niño y la Niña, ni por asomo estaría planteándose en el ámbito gubernamental la posibilidad de reprimir, deportar así sin más, o detener en cárceles o estaciones migratorias a quienes hoy forman parte de la caravana migrante.
López Obrador está ante la oportunidad de mostrarle a sus detractores que sí tiene un compromiso indeclinable con los derechos humanos, que ante un evento polarizante como el que enfrentamos puede convocar, efectivamente, a la unidad nacional y que nunca más México le dará la espalda a Latinoamérica.
Investigador del PUED-UNAM
Twitter: @MarioLFuentes1