por Nashieli Ramírez
Las niñas están, sin duda, accediendo cada vez en mayor número a la educación, pero es importante no perder de vista que la mayoría de ellas lo hace en condiciones diferentes a sus pares varones
El 9 de octubre pasado Malala Yousafzai, una pakistaní de 14 años, fue gravemente herida por un comando de talibanes en represalia por la campaña a favor del derecho de la educación para las niñas que encabeza la adolescente.
En medio de la consternación e indignación por el atentado, un par de días después se conmemoraba por primera vez, promovido por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Día Internacional de la Niña, con la finalidad de crear conciencia sobre la situación de las niñas en todo el mundo. Se trata de dar visibilidad a la doble discriminación por género y edad que viven millones de menores de edad.
Nuestro país está incluido en las dos terceras partes de los países del mundo que han alcanzado la paridad de género en el nivel de primaria, así como en la tercera parte de las naciones donde el número de niñas supera de manera significativa a los niños en secundaria, según lo reporta el Informe sobre el Desarrollo Mundial 2012 del Banco Mundial.
A nivel secundaria, mientras en el ciclo escolar 1995-1996 la cobertura de niños era de 76.3% contra 73.4% de niñas, para el ciclo 2010- 2011, la cobertura en hombres era de 95.6% en relación con 96.2% de mujeres. Esta tendencia continúa en la educación media superior en la que la proporción de varones es de 65.3%, mientras que las adolescentes que asisten alcanzan el 68.1%.
Uno de los factores para lograr la mayor permanencia de las niñas en la escuela lo constituye la acción afirmativa que en ese ámbito se realiza a través de las becas de Oportunidades, estrategia que ha probado su eficiencia para la incorporación y permanencia escolar en poco más de una treintena de países en el mundo que, como el nuestro, desarrollan programas de transferencias monetarias condicionadas.
No obstante lo anterior, es importante no perder de vista el factor de desigualdad, ya que, por ejemplo, la cobertura de secundaria en el ciclo 2010-2011 en Chiapas es de 94% para varones y 87.3% para mujeres; lo mismo sucede en la educación media superior, donde es de 64.5% para hombres y 59.3% para mujeres.
Además, poco más de diez millones de niñas de entre 5 y 17 años realizan quehaceres domésticos y 4 de cada 10 de ellas destinan más de 35 horas a esas labores (Módulo de Trabajo Infantil, ENOE, 2009).
El peligro de la maternidad precoz
Otro factor de exclusión educativa es la maternidad precoz, fenómeno que se ha venido incrementando en años recientes: mientras que en el Censo 2000 se registraban casi 186 mil madres de entre 12 y 17 años de edad, el Censo 2010 reporta 428 mil; en una década se duplicó la maternidad en adolescentes en nuestro país, quienes no nada más ven afectadas sus trayectorias educativas, sino que también ponen en riesgo su integridad física.
En 2010, una de cada diez muertes maternas fue de una adolescente; según la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (2009), y el riesgo de morir durante los periodos de gestación y natal es cinco veces mayor para las menores de 15 años y se triplica la probabilidad para aquellas de 15 a 17 años, en comparación con las mujeres jóvenes de entre 20 y 30 años.
Adicionalmente, las adolescentes indígenas presentan un riesgo de morir por causas vinculadas a la maternidad que triplica a las no indígenas. Tal y como lo señala Claudio Stern (Colmex, 2012), el riesgo mayor no radica en el embarazo en sí mismo, sino en las condiciones en que ocurre, en donde las desigualdades ya existentes aumentan la estructura de desventaja.
Riesgos viejos y nuevos
Las niñas y adolescentes mexicanas siguen siendo las víctimas, en mayor proporción que sus pares varones, de abuso sexual y de explotación sexual comercial, y también presentan mayor vulnerabilidad ante la trata. Adicionalmente, a diferencia de veinte años atrás, las adolescentes son ya un grupo de atención a la salud, en lo que respecta a las adicciones.
Sin duda, aún tenemos un largo camino que avanzar en la atención de niñas y adolescentes, se requiere mayor información desagregada y, naturalmente, de políticas públicas que tomen en cuenta esas miradas de género. Como señala el informe del Banco Mundial 2012, la igualdad de género es un objetivo de desarrollo fundamental por derecho propio, pero además una mayor igualdad de género también tiene sentido desde el punto de vista económico, ya que hace aumentar la productividad y mejora otros resultados en materia de desarrollo. Estamos seguros de que no será posible alcanzar esa igualdad si no miramos a las niñas desde su primer día de nacidas. •
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