Pensar filosóficamente implica asumir el reto de pensar críticamente en torno a las categorías o conceptos fundamentales que se han construido en el marco de los grandes sistemas de pensamiento en la tradición occidental. “Modernidad” y “progreso” son dos de esas categorías, las cuales, por su contenido y significados, difícilmente pueden estudiarse de manera separada
¿Qué significado y sentido se ha dado a la categoría del progreso, y cuáles son sus nexos y conexiones con la categoría de la modernidad?
Robert Nisbet dice al respecto: “La esencia de la idea de progreso imperante en el mundo occidental puede enunciarse de manera sencilla: la humanidad ha avanzado en el pasado, avanza actualmente y puede esperarse que continúe avanzando en el futuro. Pero cuando preguntamos qué significa ‘avanzar’ las cosas se tornan necesariamente más complejas… la perspectiva del progreso es usada, especialmente en el mundo moderno, para sustentar la esperanza en un futuro caracterizado por la libertad, la igualdad y la justicia individuales. Pero observamos también que la idea de progreso ha servido para afirmar la conveniencia y la necesidad del absolutismo político, la superioridad racial y el estado totalitario. En suma, casi no hay límite para las metas y propósitos que los hombres se han fijado a lo largo de la historia para asegurar el progreso de la humanidad”[1].
La idea del progreso, desde esa mirada, no es exclusiva de la modernidad, y si esto es así, ¿qué la diferencia entonces de la idea del progreso que se generó y desarrolló, por ejemplo, en la Edad Media?
El propio Nisbet atisba una respuesta, pues habla de que en la idea de progreso se anidan dos grandes mitos: el del origen y el del destino. Sobre ese punto, aclara que la idea del origen no está vinculada necesariamente a una idea específica de tiempo real, a una fecha, sino a un “punto de partida” del cual surge la narrativa de la historia, y la construcción simbólica de su supuesto devenir.
Pierre Franḉois Moreau sostiene: “No obstante, se le puede añadir a ese tiempo inerte una aproximación a la historia: la realización del origen. Para esto es preciso que el deber venga a anudarse al ser, en el tiempo de la fundación, o, en el futuro, el de la revolución. Si nada ocurre en el tiempo, porque todo está dado en el instante originario, puede organizarse una cronología alrededor de ese instante. Algo muy simple, por otra parte: se divide inmediatamente en un antes y un después en el que todo ocurre; antes, lo que era escarnecía al deber ser, después, lo realiza. Figuras de la perversión y de la coincidencia, del despotismo y la felicidad, incesantemente renovadas”[2].
La idea del progreso se asocia, de acuerdo con Jacques Le Goff, a la modernidad, en la medida en que ésta es considerada como una nova aetas que se define a sí misma como una época en oposición a sus predecesoras, pero con una peculiaridad: la modernidad se realiza a sí misma gracias al poder ordenador de la razón.
Sobre ese proceso racionalizador de la humanidad escribiría Condorcet: “Cuan admirablemente calculado está este cuadro de la raza humana, libre de todas estas cadenas, a cubierto de las acechanzas del azar y de los enemigos del progreso, avanzando con paso firme y seguro hacia la conquista de la verdad, la virtud y la felicidad, para ofrecer al filósofo un espectáculo que lo consolará de los errores, los crímenes, la injusticia que aun mancillan la Tierra y cuya víctima él mismo es tan a menudo”.[3]
De Descartes a Comte, y proyectada hacia el siglo XX, la idea del progreso ―ideología para algunos― fue consolidándose como uno de los supuestos y pilares de la otra categoría objeto de análisis de este ensayo: la de la modernidad.
La modernidad, debe insistirse, se planteó precisamente como una época que tiene la característica esencial de asumirse como la “solución racional de la historia”. Si en algunas de sus vertientes, la idea citada del origen como “punto de partida” de un proyecto histórico universal fue vista como referencia obligada y principio de diferenciación respecto del pasado (también el llamado por Nisbet), la idea del “destino” se configuró como una idea rectora de la modernidad, en tanto “punto de llegada” de la historia, es decir, la modernidad pensada como la era de la razón, la verdad, la belleza e incluso la bondad, como la concibió Condorcet, se asumió en consecuencia como la era de la realización del espíritu universal.
La idea de la modernidad
La modernidad siempre es otra y siempre es ella misma, sostenía Octavio Paz. Para el poeta, es la era de la eterna contradicción: un ir y venir en una suave tensión, como la del arco y la lira, llegaría a decir en analogía con lo que ocurre en el lenguaje poético.
Por su parte, Jürgen Habermas habla de la modernidad como una época consciente de sí misma, y considera que sus núcleos fundamentales se construyen a partir de tres hechos históricos concretos: el Renacimiento, la Reforma Protestante y la conquista de América con el inicio de una nueva era de colonización a nivel mundial.
En el terreno de las ideas, el propio Habermas considera que es Hegel el primer filósofo que asume a la modernidad, no solo como un concepto histórico, sino ante todo como un problema filosófico genuino.
Sobre Koselleck, Habermas dice que “muestra cómo la conciencia histórica que se expresa en el concepto de nova aetas o Edad Moderna” constituye una mirada transida de filosofía de la historia: un hacerse reflexivamente cargo de su propia posición desde el horizonte de la historia en su conjunto”[4].
Más adelante, retornando a Hegel, Habermas dice: “Hegel utiliza ya como evidente de suyo es una acuñación del siglo XVIII: “La edad moderna presta a la totalidad del pasado la cualidad de una historia universal… El diagnóstico de la Edad Moderna y el análisis de las épocas pasadas guaran una recíproca y cabal correspondencia. A esto responden la nueva experiencia del progreso y de la aceleración de los acontecimientos históricos, y la idea de la simultaneidad cronológica de evoluciones históricamente simultáneas”.[5]
Esa característica, la idea de la modernidad como una época que se construye desde sí misma y, además, como concreción de una muy particularidad filosofía de la historia, en tanto crítica de la realidad y del mundo “del pasado”, se fortalece al asumirse igualmente como una época en la cual la normatividad rectora en lo estético, lo ético e incluso, en el mundo de la legitimidad del Estado, no proviene de modelos del pasado, sino de una normatividad extraída de sí misma.
Habermas sostiene además que el concepto de la modernidad está vinculada también a una dimensión estética que proviene de la crítica literaria y que se generaliza en distintos movimientos de vanguardia.
Pensando en Baudelaire, Habermas sostiene que la modernidad puede ser pensada en una matriz en la cual lo moderno ocuparía el lugar de intersección entre los “ejes de la actualidad y la eternidad”. Dice Habermas: “La modernidad es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente, es la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno, lo inmutable”[6].
Es en estas ideas en las que cobra sentido el carácter simbiótico de la categoría de la modernidad con la del progreso, pues en tanto conciencia de época, la modernidad es autoconcebida como una actualidad que habrá de ser pasado en un futuro proyectado como progreso continuo.
La crítica a la modernidad y la ideología del progreso
La descripción de los argumentos que explican de manera fundamental lo que se ha entendido por las categorías de “modernidad” y “progreso” permite abrir la discusión en torno a tres preguntas eje:
Respecto de la primera pregunta, es pertinente anotar que, como base de la crítica a la modernidad, Habermas retoma fundamentalmente a Benjamin, a partir de sus tesis sobre la filosofía de la historia.
Sobre Benjamin sostiene: “Se vuelve por un lado contra la idea del tiempo homogéneo y vacío que queda lleno por la obtusa fe en el progreso que caracteriza al evolucionismo y a la filosofía de la historia, y por otro, contra aquella neutralización de todos los criterios que el historicismo impulsa cuando encierra la historia en un museo, dejando discurrir entre sus dedos la secuencia de hechos históricos como si de un rosario se tratara.[7]”
La cita en torno a Benjamin permite pensar a la modernidad en un marco categorial más amplio, del cual se nutre y en torno al cual también se desarrollan otras ideas articuladoras del pensamiento moderno; las más relevantes serían:
Frente a tales supuestos, Habermas retoma una vez más a Benjamin, a quien le atribuye la construcción de un pensamiento histórico radical, en el cual, la historia, antes que un despliegue lineal de acontecimientos guiados por la racionalidad, es concebida como un conjunto de tramas y efectos.
Así, sostiene: “Por ello Benjamin practica una drástica inversión entre el horizonte de expectativas y el espacio de experiencias. Atribuye a todas las épocas pasadas un horizonte de expectativas no satisfechas y a la actualidad orientada hacia el futuro la tarea de revivir de tal suerte en el recuerdo un pasado que en cada caso se corresponda con ella, que podamos satisfacer las expectativas de ese pasado con nuestra fuerza mesiánica débil”.[8]
Para Habermas, la historia en Benjamin es esa trama de expectativas y eventos que permite incorporar las ideas de la tragedia y la barbarie. De ahí su llamado a la responsabilidad de lo actual, del ahora, pues las generaciones del presente son responsables tanto del pasado -de quienes han sido heridos por la injusticia-, y también las del futuro, las cuales son concebidas como horizonte de posibilidad para una auténtica libertad.
Por ello, Habermas llama a entender que en Hegel la modernidad es percibida como el problema fundamental de la filosofía, pues en el fondo, en esa reflexión, se encuentra el problema de la autocomprensión del espíritu en la historia y la posibilidad de su realización absoluta en la historia.
Es ahí en donde Hegel vincula el problema de la modernidad con el problema de la subjetividad y la autorrealización del sujeto a través del despliegue racional de su conciencia.
Dice Habermas: “En términos generales, Hegel ve caracterizada a la Edad Moderna por un modo de relación del sujeto consigo mismo, que el denomina subjetividad: ‘El principio del mundo reciente es la libertad de la subjetividad, el que puede desarrollarse, el que se reconozca su derecho a todos los aspectos esenciales que están presentes en la totalidad espiritual´”[9].
De esta forma: dialéctica, autoconciencia, subjetividad y verdad serán conceptos que acompañarán a toda la construcción categorial afirmativa de la modernidad en tanto conciencia de época, pero como puede verse también, en tanto proyecto de realización histórica.
Esta historia conceptual ha tenido poderosos críticos. Antes de Benjamin, ya Nietzsche había sido demoledor, fundamentalmente frente a Kant y Hegel. En El Ocaso de los Ídolos sostendrá: “El progreso como yo lo entiendo: También yo hablo de un ´retorno a la naturaleza´, aunque no se trata propiamente de una vuelta atrás, sino de una marcha hacia adelante y hacia lo alto, hacia la Naturaleza sublime, libre y aun terrible, que juega y tiene derecho a jugar con los grandes destinos”[10].
Esa idea se verá complementada con otras del mismo linaje en La Voluntad de poder, en donde escribe: “Con el análisis de que todos nuestros estratos sociales han sido permeabilizados por estos elementos, hemos comprendido que la edad moderna no es una ´sociedad´, no es un cuerpo, sino un conglomerado enfermo de chandalas, una sociedad que ya no tiene fuerzas para la excreción. Hasta qué punto, a través de la vida en común durante siglos, la enfermedad se ha hecho más profunda:
La virtud moderna
La espiritualidad moderna Como formas de enfermedad.[11]
Nuestra ciencia
Es esta enfermedad moderna la que perciben autores como Finkielkraut, quien sostiene: “El moderno es alguien a quien le pesa el pasado. El superviviente es alguien a quien le falta el pasado. El moderno ve en el presente un campo de batalla entre la vida y la muerte, un pasado que ahoga un futuro liberador. El impulso del superviviente hacia el futuro está roto, porque ama a un muerto”[12].
Y es que ese muerto es tanto la muerte en abstracto, como los muertos particulares, específicos, humanos, exterminados en Treblinka, Sobibor o Aushwitz. Citando a Proust nos recordará que es en la cima de lo particular, en donde se hace manifiesto lo general. Treblinka, nos dice, “no era una fábrica de muertos que empleara procedimientos primitivos: tomaba sus métodos de la gran producción moderna, trabajaba en cadena”[13].
La barbarie que ya era percibida por Benjamin, es sintetizada por Finkielkraut en esa idea: los campos de concentración nazi representan la concreción histórica de la barbarie, no sólo por el asesinato masivo de millones de seres humanos, sino sobre todo, porque en su construcción y operación se aplicaron el método científico, la ciencia moderna y los métodos más precisos de la racionalidad administrativa: lo “mejor” de la modernidad implosionó convirtiéndose en una máquina macabra de destrucción y muerte.
¿Hasta dónde, pues, pueden criticarse en su constitución interna los conceptos sobre los que descansa la construcción conceptual de la modernidad?
Una de las respuestas más agudas se encuentra en Adorno y Horkheimer. En su dialéctica de la Ilustración sintetiza a la barbarie en la idea de la “desdemonización del mundo”; esto es, la total secularización del mundo, expresada en el predominio de la razón y del concepto, nos llevó a la expulsión de los demonios del mundo terrenal, pero con ellos, también la precaución en torno a lo perverso de su ocultamiento.
Por ello sostendrán: “Sobre la tierra racionalizada ha desparecido la necesidad del reflejo estético. La desdemonización se lleva a cabo manipulando directamente al hombre. El dominio ya no tiene necesidad de imágenes numinosas: las produce industrialmente y con ellas se adueña con más seguridad de los hombres”.[14]
Y es que en la modernidad de nuestros días la mecanización derivada de la racionalización total de la realidad, llevó a la mecanización y producción de muerte en masa: los mismos criterios de la producción industrial se convirtieron en el eje y guía de la máquina de la barbarie nazi: racionalidad y producción industrial de destrucción y muerte.
Planteado filosóficamente, para Adorno y Horkheimer, la modernidad es siempre un estado de crisis, que tuvo su momento más atroz en el holocausto de la segunda guerra mundial. Y es que esa crisis es la propia del pensamiento, de un modo de ser que sucumbió ante la tentación de la identidad, antes que de la alteridad.
Afirmarán: “El pensamiento se vuelve ilusorio siempre que quiere renegar de la función separadora, de la distinción y de la objetivación. Toda unión mística es un engaño; es el signo impotente-interior de la revolución rebajada. Pero en la medida en que la Ilustración tiene razón en contra de toda hipostatización de la utopía y proclama impasible el dominio como escisión, la ruptura entre sujeto y objeto, que ella misma impide cubrir, se convierte en el índice de la propia falsedad y verdad”[15].
La crítica a la subjetividad: una posible salida en Foucault
En su discurso filosófico de la modernidad, Habermas plantea que uno de los caminos para romper con las trampas de la modernidad se encuentra en la escapatoria de la filosofía del sujeto; romper con las cadenas de la subjetividad, entendida en los términos en que lo hacían Hegel o el propio Kant.
En ese sentido, Habermas piensa en un filósofo como Foucault, como un constructor de una propuesta que significa una auténtica ruptura con la subjetividad dominante. Foucault, en efecto, permite pensar en una “disolución del sujeto”, capaz de romper con la lógica de la identidad y del racionalismo a ultranza, y esto lo logra, en primer lugar, saliéndose también de las “camisas de fuerza” impuestas por el método.
En efecto, sostiene Foucault: “El campo epistemológico que recorren las ciencias humanas no ha sido prescrito de antemano: ninguna filosofía, ninguna opción política o moral; ninguna ciencia empírica sea la que fuere, ninguna observación del cuerpo humano, ningún análisis de la sensación, de la imaginación o de las pasiones ha encontrado jamás, en los siglos XVII o XVIII, algo así como el hombre, pues el hombre no existía (como tampoco la vida, el lenguaje y el trabajo); y las ciencias humanas no aparecieron hasta que, bajo el efecto de algún racionalismo presionante, de algún problema científico no resuelto, de algún interés práctico, se decidió hacer pasar al hombre… al lado de los objetos científicos”[16].
Dejar de hacer pasar al hombre como hombre implica romper con el modelo previamente identificado por Nietzsche en la triada de la vida moderna, la espiritualidad moderna y nuestra ciencia, como síntomas de la enfermedad más grave de Occidente: la identidad racional del sujeto consigo mismo, su autoexilio de la naturaleza y su renuncia a ser más parte de la historia, al estilo de la edad Media y convertirse en constructor y artífice de una pretendida historia universal.
Llegar a tal inversión, como la pretendida también por Benjamin, implica en Foucault dar un giro y “revelarse” ante el método: de ahí su idea de una genealogía, a lo Nietzsche, pero también de una arqueología, ambas centradas en torno a categorías como la infamia, la locura, el sexo y todos aquellos agentes disruptivos, pretendidamente “domesticados” por la modernidad, y ante los cuales lo que cabe es algo así como la “rebelión del método”.
A partir de esa inversión, Foucault puede emprender la construcción de nuevas categorías que dejan de tender como “objeto del pensar social” al Hombre como categoría racional y racionalmente explicable; navega por los saberes sometidos, por la multiplicidad de discursos y propone conceptos revitalizadores del pensamiento crítico, como el biopoder, la microfísica del poder, y otros más.
Por ello puede mostrar que la inclusión del racismo en el discurso dominante de la modernidad es lo que permitió comenzar a matar indiscriminada y técnicamente en masa a miles de seres humanos[17].
Corolario: el 68 como oportunidad de crisis
El año 1968 representa, cinco décadas después, la posibilidad de una nueva crisis de las ideas y la recuperación de los senderos de la crítica trazados por autores como los citados, pero también por otros que han roto con la lógica de la racionalzación del mundo iniciada por Hegel, tales como Bataille o Girard.
Como lo han señalado Deleuze, Guattari o Koselleck, 1968 representa la ruptura de la continuidad moderna, porque no se cuestionó una dimensión del poder, o un acto barbárico, sino, al estilo de la Escuela de Frankfurt, la movilización estudiantil, obrera, pero también cultural de grupos históricamente reprimidos y sometidos, representaron en conjunto la negación de las condiciones de vida “realmente existentes”, y con ello, el modelo civilizatorio.
Si en algo es característica la crisis del 68, es en su autoconciencia como crisis de la continuidad histórica, como conciencia plena de la opresión de la ideología del progreso y del modelo capitalista asociado a todas las modalidades de representación cultural y de consumo, vigentes hasta ahora.
El aplastamiento del movimiento y la reacción conservadora que surgieron a partir de la década de los 70, son precisamente el síntoma de una época que prolonga su discurrir, y que no termina de resolverse, aun en términos teóricos, ni siquiera a través de planteamientos como la posmodernidad, o conceptos como los de la “era de la información”, la sociedad líquida y otros esfuerzos de caracterización del mundo globalizado que hoy enfrentamos, y que nos confronta y somete cotidianamente.
La fase globalizada de la modernidad, como podría entenderse a nuestros días, no debe dejar de ser cuestionada. Por ello vale la pena pensar desde autores como Sloterdijk, quien sostiene: “La globalización está saturada en sentido moral desde que desde todas partes del mundo las víctimas hacen saber a los culpables las consecuencias de sus crímenes: esto caracteriza al núcleo de la situaciónpostunilateral, postimperial, postcolonial. Está saturada también en el sentido técnico desde que los transportes rápidos y medios ultra-rápidos dejaron atrás el tráfico mundial indolente de la época de la navegación”[18].
Una globalización saturada es una forma no contradictoria, sino en línea de continuidad con la edificación moderna que inició en los siglos XVII y XVIII. De ella, quienes escenificaron 1968 quisieron extraernos, y en ese esfuerzo estamos todavía.
Bibliografía
NOTAS AL PIE:
[1] Nisbet, Robert, Historia de la idea de progreso, Paidós, España, 1999.
[2] Véase Pierre Franḉois Moreau, “Naturaleza, cultura e historia, Cap. La ideología del Progreso, en: Chatelet y Mariet, eds, Historia de las Ideologías, de los faraones a Mao, editorial Akal, España, 2008.
[3] Condorcet, citado por, Nisbet, Robert, en La formación del pensamiento sociológico, T.II, Amorrutu editores, Argentina, 2003.
[4] Habermas, Jürgen, El discurso filosófico de la Modernidad, P. 23, editorial Katz, España, 2011.
[5] Ibidem. P. 25
[6] Idem- P. 27
[7] Idem. P. 31.
[8] Idem.
[9] Ibidem. P. 43.
[10] Véase, Nietzsche, Federico, El ocaso de los ídolos, EDAF, p. 132, España, 2008.
[11] Nietzsche, Federico, La voluntad de poder, EDAF, P. 64, España, 2008.
[12] Finkielkraut, Alain, Nosotros, los modernos, P. 37, ediciones encuentro, España, 2003.
[13] Ibidem, P. 43.
[14] Adorno y Horkheimer: Dialéctica de la ilustración, ediciones AKAL, P. 271, España, 2016.
[15] Ibidem, p. 53.
[16] Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, P. 334, FCE, México, 2001.
[17] Véase: Foucault, Muchel, Genealogía del racismo, ediciones La Piqueta, España, 1998.
[18] Sloterdijk, Peter, El Mundo interior del Capital, P. 28, Siruela, España, 2007.
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