por José Carlos García Fajardo
El profundo malestar que recorre el mundo se extiende exponencialmente a través de los medios, sobre todo electrónicos: ya nadie puede librarse de sus impactos al caminar por la calle, ir al cine, entrar en Google, abrir su correo electrónico, o ver a multitudes cada vez más solitarias con las que te cruzas cada día; hasta en nuestros sueños se abren camino y dejan sus trazas
“Estar en armonía con todas las cosas significa carecer de ansiedad acerca de nuestras imperfecciones”, afirmaba el maestro zen Dogen. Nos parece una luz en este profundo malestar que recorre el mundo, como en el siglo XIX Marx afirmó que un fantasma recorría Europa: el comunismo.
Este malestar, malaise, se extiende exponencialmente en nuestro caso a través de los medios, sobre todo electrónicos. Ya nadie puede librarse de sus impactos al caminar por la calle, ir al cine, entrar en Google, abrir su correo electrónico. O ver a multitudes cada vez más solitarias con las que te cruzas cada día; hasta en nuestros sueños se abren camino y dejan sus trazas. Influyen en nuestro inconsciente más de lo que podamos imaginar, en costumbres, gestos, expresiones y hasta en ese hontanar de los silencios que arropan nuestros miedos.
Jamás se hubiera imaginado David Riesman lo acertado de sus intuiciones cuando publicó, en 1950, “Las muchedumbres solitarias” (The loneley crowd) que, en cierto modo, no es ajeno a la irrupción de los jóvenes de los 60 hartos de los dirigentes políticos, sociales, económicos, religiosos y frustrantes que padecían. Puesto que “Dios ha muerto”, al igual que Darwin, Marx, Freud, y un largo etcétera, ellos, los jóvenes, tampoco “se encontraban demasiado bien”. Les habían engañado con el mito de una Era de prosperidad, que no era otra cosa que utopías en busca de una Edad de oro que jamás había existido. Trabajo para todos, amor libre, educación, sanidad, comunicaciones sin fronteras, igualdad, libertad y justicia universal casi sin esfuerzo, trabajo ni compromisos sociales.
Mientras, en dos espantosas guerras mundiales con decenas de millones de jóvenes muertos en campos de batalla que trataban de superar las descolonizaciones de inmensas tierras y la esclavitud de millones de seres en África, Latinoamérica, Oriente próximo y el Lejano de India, China y el sudeste asiático. Para sustituirlas por economías de casino, mano de obra miserable, creación de dependencia que ocasionó una “deuda eterna” imposible de pagar y que llevó a millones de seres a descubrir que no tenían que perder más que sus cadenas en una desesperanza, manejados por dictadores, golpes militares, ejércitos privados, redes de explotación de sus riquezas naturales y de la mano de obra a la que calificaron de “recursos” necesarios para producir inmensos beneficios pues esa era la dinámica de los nuevos zares, de los déspotas y oligarcas ocultos detrás de cuentos con los que pretendían “acunarnos”, adormecernos y utilizarnos como denunció con infinita tristeza León Felipe.
Junto a una decepción desesperanzada muchos jóvenes se lanzaron a las calles al grito de “seamos razonables, pidamos lo imposible” buscando la playa bajo los adoquines de las ciudades. Junto a esa bendita explosión desde Berkeley a París, Berlín y otras ciudades o falsos paraísos que enajenaban, sí, pero que no les abrían horizontes de libertad, de justicia, de trabajos dignos, de espacios en los que sentirse realizados, queridos y necesarios. Albert Camus se alzaba como paradigma del tránsito del gozo en Bodas, al absurdo de El Extranjero y tantas obras geniales que lo abrieron a la révolte. Era yo muy joven y lo escuché en París asumiendo esas etapas que, decía, lo encaminaban a la fase expresada en aquel lienzo con una sola frase que no se sabía muy bien si quería decir “solitaire” o “solidaire”. La muerte cegó a la aurora, la noche a la esperanza. Pero no sin causa fue en esos años cuando alborearon grupos de jóvenes en Europa y América que se sentían responsables solidarios y querían aportar su esfuerzo, iniciativas de voluntariado, compromisos inseparables de una auténtica compasión con alternativas viables, sostenibles, endógenas y universales.
Por eso, ante el temor a nuevas decepciones, se extiende la necesidad de recuperar nuestras señas de identidad mediante la lucidez, la fraternidad y la comprensión de nosotros mismos. Cómo sería la humanidad si nos mostrásemos más bondadosos con nuestras imperfecciones. De ahí la oportunidad de transformar nuestros fallos en oportunidades y en desafíos. Cada momento puede ser una oportunidad para perfeccionar la comprensión hacia nosotros mismos. Reconocer la imperfección, advertir los prejuicios de pensamientos negativos y prestar atención a ese sentimiento que quizás no sea más que una sensación física conectada a una emoción pasada. Tenemos que aprender a reírnos de nosotros mismos, sin perder la atención debida. Todos tenemos pensamientos negativos que nos acompañan desde largo tiempo. Pero su presencia nos brinda la oportunidad de liberarnos de ellos, lo que nos devuelve el control para tomar decisiones positivas. Como se dice en el Desiderata: Tú tienes derecho a estar aquí. Esfuérzate por ser feliz.
Este artículo se reproduce con autorización del Centro de Colaboraciones Solidarias
José Carlos García Fajardo Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) Twitter: @GarciaFajardoJC |
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