En estos últimos días, observando el desarrollo de los hechos políticos nacionales, he tenido la sensación recurrente de dejà vu, es decir, la evocación inconsciente de sucesos ya vividos. Me la han provocado varias acciones del gobierno federal, que me confirman su añoranza por tiempos idos y mejores. Son expresiones del deseo de recuperar la mística del nacionalismo revolucionario del periodo del “desarrollo estabilizador” de los años cincuenta a setenta, y que buscan meter reversa a las reformas impulsadas por los gobiernos etiquetados como “neoliberales”. En particular lo relativo al aprovechamiento de los recursos naturales del país, concebidos como patrimonio de un Estado que se asume como instrumento del “pueblo”. Concepto éste que no se asume incluyente, sino exclusivo, pues abarca sólo a los conjuntos que conforman la clientela bendecida por la magnanimidad del gran taumaturgo del régimen.
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Las contrarreformas buscan rescatar la “soberanía” de la Nación, entendida como la arena de acción de un Estado unipersonal y caudillista, regente de una población sumisa. La Patria se redime de los protervos tecnócratas aspiracionales que la secuestraron para ofrendarla en el altar del Becerro de Oro neoliberal. Había que recuperar la soberanía perdida sobre los recursos enajenados: el petróleo, las aguas, el subsuelo, los vientos, la energía… e incluso la historia y la educación. Se rechaza el egoísmo individualista en favor de un solidarismo comunitario y utopista. Se denuestan las libertades de competencia, de empresa, de iniciativa e incluso de opinión, que corrompen el ser colectivo.
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Los ciudadanos —en su acepción liberal de sujetos de derechos y obligaciones— son ignorados o reeducados, o en caso extremo reprimidos. Se busca que la masa, la sumatoria de hombres y mujeres unidimensionales (Marcuse dixit), se conduzca conforme a los valores proclamados en una cartilla moral, el libro rojo de la 4T. Para ello se expurgan los libros de texto, se corrige la historia, se reemplazan ídolos, se reinventa el proyecto de nación y se reencarna el México parroquiano de la doctrina Estrada. El colmo: recién se ha propuesto proyectar ese entorno cerrado y autocontenido a la América del Norte.
El capitalismo postmoderno demanda el aprovechamiento racional y sostenible de los recursos naturales. Hay una nueva conciencia de la finitud y la vulnerabilidad de los entornos locales y el global, misma que acaba de sonar las alarmas en la cumbre COP26 de Glasgow a principios de este mes. México le concedió poca importancia, pues no mereció siquiera la presencia presidencial. Sólo se aprovechó como foro para uno de los suspirantes a la sucesión del amado líder. La apuesta mexicana se mantiene en las energías sucias y fósiles, a contracorriente del planeta. Se reconstruyen los monopolios en este y otros campos, para resucitar al Estado-empresario, el muy conocido campeón de la incompetencia y la corrupción. Pero más preocupante: se fortalece la economía militarizada, que conlleva riesgos y amenazas latentes para un país con baja institucionalidad como el nuestro. La corrupción no ha sido ajena a los mandos castrenses, como ha sido evidente en el infructuoso combate al crimen organizado.
Sin duda, mucho en qué pensar…
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(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León. riondal@gmail.com – @riondal – FB.com/riondal – https://luismiguelrionda.academia.edu/ – https://rionda.blogspot.com/
Frase clave: hechos políticos, convenios de los hechos políticos.