Los municipios indígenas han sido históricamente olvidados. En todas las mediciones sobre pobreza, marginación y desarrollo humano, los 100 municipios con peores indicadores son predominantemente indígenas. Y si la medición se escala a los 300 con menores niveles de bienestar, el patrón sigue repitiéndose, con la única variante de que los que no son indígenas, son rurales


Lo anterior tiene raíces históricas y estructurales, pero también encuentra una buena parte de su explicación en la notoria y reiterada incapacidad de la mayoría de los gobiernos municipales para resolver las problemáticas locales; condición que existe, ya no sólo en los tipos de municipios mencionados, sino en la inmensa mayoría de os 2,454 que existen en el país.

Tal condición, aunada a una rampante corrupción, tanto en los municipios como en los gobiernos estatales, tarde o temprano iba a hacer crisis, la cual es percibida hoy en sus niveles más graves en los recientes casos de Quintana Roo, Chihuahua y Veracruz.

En el primero de ellos, la crisis se expresa en la depredación de las reservas territoriales, las cuales están ubicadas nada menos que en propiedad ejidal mayoritariamente indígena; en Chihuahua, el olvido en que se encuentra la Sierra Tarahumara ha llevado a que, entre el pueblo rarámuri se registre la más alta tasa de mortalidad infantil en el país; mientras que en Veracruz, ahí donde se viven los más oprobiosos niveles de carencia social, es donde se expresa con mayor intensidad el impacto de la corrupción y el desfalco de los recursos públicos.

Es en este escenario, estamos obligados a reconocer que, en los municipios indígenas de todo el país, y hoy especialmente en Veracruz y Chihuahua, se vive una crisis humanitaria ante la que no corresponde la fría respuesta del Gobierno Federal sustentada en estrictos cálculos financieros.

Lo que debe comprenderse es que dejar sin recursos a estas regiones puede llevar a concretar el colapso de la de por sí escasa infraestructura social, y por ello no puede tratárseles como si fuesen entidades bancarias o empresariales que actuaron de manera irresponsable.

En esos casos, las consecuencias del desfalco son mayores porque las condiciones de rezago, pobreza y marginación eran ya de por sí profundas; y porque en estas localidades la única posibilidad de tener acceso a un flujo mínimo de recursos es precisamente el gasto público.

De ahí la incomprensible dureza de trato del Gobierno Federal con esas autoridades locales; porque es cierto: las transferencias y la ministración de recursos se llevaron a cabo; pero de manera simultánea, también fallaron todos los tramos de control sobre la ejecución del presupuesto; y en ello la Federación tiene parte de responsabilidad.

Este caso debería ser tomado como la “gota que derramó el vaso”, y comprender, en primer término, que no es aceptable que se comprometa el cumplimiento de los derechos humanos de los más pobres, como consecuencia de la ruptura del orden institucional, que implican la corrupción y el desfalco de los recursos públicos.

Este caso debe resolverse en una doble vía: en primer lugar, para garantizar que las ya de por sí críticas condiciones de vida en la región no se vean agudizadas por la falta de recursos para cubrir lo mínimo; y en segundo término, este caso debe ser asumido como “la gota que derramó el vaso” en la “borrachera” del dispendio que inició en el sexenio de Vicente Fox, y que hoy hace crisis por todos lados.

Lo que nos muestra el caso Veracruz es la enorme vulnerabilidad en que se encuentran los municipios más pobres; pero también, la urgencia de revisar la Ley de Coordinación Fiscal, porque no podemos seguir aceptando que los recursos, de por sí insuficientes, se entreguen sin más, en un marco jurídico e institucional diseñado para permitir la opacidad, para evitar la rendición de cuentas y sobre todo, para convertir a la corrupción en uso y costumbre cotidiana, en detrimento, siempre, de la ciudadanía.

@MarioLFuentes1 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte

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