En un escenario donde la política y la tecnología se entrelazan cada vez más, Elon Musk, el magnate más controvertido del mundo, ha emergido como una figura disruptiva en la carrera presidencial estadounidense, respaldando a Donald Trump con su influencia, millones y una campaña millonaria que promete, literalmente, premios a los votantes.
Escrito por: Ricardo Martínez Martínez
Esta inusual mezcla entre tecnología, política y poder económico, genera polémica, reflejando no solo la erosión de las barreras tradicionales, sino también los dilemas éticos de una democracia que se enfrenta a nuevos actores capaces de reconfigurar sus reglas a conveniencia.
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La intervención del fiscal de Filadelfia en contra del sorteo de Musk, donde literalmente reparte dinero al azar, entre aquellos que apoyen al Republicando Donald Trump y los límites legales que esto representa, se enmarcan más que un simple litigio legal: es una muestra de la fragilidad del poder contemporáneo y de la tensión entre los micropoderes emergentes y los grandes actores.
En este contexto, cabe preguntarnos: ¿qué significa esta coyuntura para nuestra comprensión del poder?
En un lúcido libro que ha envejecido muy bien, Moisés Naím, en El fin del poder, argumenta que estamos transitando por un momento sin precedentes en la historia. El poder, que alguna vez se concentró en jerarquías estables, hoy se dispersa en múltiples actores que, con recursos inesperados, desafían a los grandes líderes.
El caso de Musk revela cómo la influencia tecnológica y económica permite redefinir los centros de poder, pero también cómo estos nuevos liderazgos son vulnerables a las fricciones y resistencias locales.
El propio Musk, a pesar de sus millones y su plataforma de alcance global, no es inmune a las regulaciones, demandas y críticas que emergen desde los márgenes del sistema. Resulta paradójico por lo menos, la manera en la cual critica al aparato estatal americano, cuando solo durante el año 2023, las empresas de Musk suscribieron casi 100 contratos distintos con 17 agencias federales en virtud de los cuales el gobierno convino en entregarles 3000 millones de dólares, es decir aproximadamente; 58,239 millones de pesos mexicanos.
Curiosa manera de criticar al Estado, pero verse subvencionado deliberadamente por el mismo.
Naím, advertía en su momento, que la capacidad de influir se ha vuelto más efímera y condicionada por un entorno en constante transformación, donde la estabilidad es la excepción y la incertidumbre, la norma.
La irrupción de los tecnofilántropos —figuras que combinan riqueza con influencia política— nos obliga a replantear los límites entre lo público y lo privado. Musk, como ejemplo extremo, utiliza su fortuna para moldear agendas, presentando desafíos inéditos a las democracias contemporáneas.
Lo que actualmente vemos no es solo un intento de influir en las elecciones de Estados Unidos, sino la emergencia de un modelo donde las decisiones políticas se privatizan y el poder se torna transnacional, desconectado de las viejas estructuras partidistas y más orientado al corto plazo.
Este fenómeno no es exclusivo de nuestro vecino del Norte; en México, la capacidad de influir desde fuera de las instituciones formales también está redefiniendo la política local. El auge de líderes y actores que operan desde los márgenes muestra que el futuro del poder está cada vez más fragmentado y, por tanto, más difícil de gobernar.
Ante este escenario, la pregunta crucial no es quién tiene el poder, sino qué puede hacer con él y por cuánto tiempo. ¿Qué implica esto para México? En un país marcado por profundas desigualdades y una creciente desconfianza hacia las instituciones, una enseñanza se vislumbra: la construcción de un poder más legítimo y duradero no puede depender únicamente de figuras carismáticas o recursos económicos. La apuesta por una democracia sólida requiere fortalecer las instituciones y fomentar una ciudadanía crítica, capaz de resistir las tentaciones de soluciones simplistas o liderazgos pasajeros.
Este es un momento decisivo para reflexionar sobre el tipo de poder que queremos construir. Si algo demuestra la coyuntura estadounidense es que la estabilidad y la gobernabilidad ya no pueden darse por sentadas. La fragmentación del poder es también una oportunidad para que nuevas voces emerjan, pero requiere de sociedades con la capacidad de articular propuestas duraderas. México debe prepararse para un futuro donde los líderes no podrán gobernar desde la cima de jerarquías inamovibles, sino desde coaliciones flexibles y con legitimidad renovada en cada paso. Pensemos pues el poder desde la responsabilidad compartida, sabiendo que su ejercicio, hoy más que nunca, es frágil, transitorio y colectivo.
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